REFLEXIÓN ESPIRITUAL
para el presbiterio de la Arquidiócesis de Corrientes.
4 de agosto de 2017
(Fiesta del Santo Cura de Ars)
Mons. Domingo S. Castagna
Arzobispo emérito de Corrientes
1.- Vocación a la santidad. En esta reflexión sacerdotal intento ofrecerles lo que, durante la recta final de mi vida temporal, está constituyendo mi continua inspiración y aspiración: la santidad, como obligado estilo de vida (cristiana) sacerdotal. No lograrlo constituye el mayor fracaso existencial. Un conocido escritor francés de principios del siglo pasado (1900) afirmaba: “La mayor tristeza es la de no ser santo” (León Bloy). En la oscilación estremecedora, fácilmente observable – entre la mediocridad, el pecado y la traición – se produce una aterradora sensación de amargura y fracaso. La exhortación de Jesús a la santidad es la respuesta evangélica al drama mencionado: “Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo” (Mateo 5, 48).
2.- El pecado y el saludable desafío a ser santos. Ante tal afirmación del Señor no nos queda más que atenderla y convertirla en el contenido de nuestra respuesta, dadas las graves irregularidades producidas en la vida de la Iglesia, particularmente provenientes de algunos sacerdotes y consagrados. En la actualidad se ha activado la alarma de los abusos sexuales que han colmado de preocupación los pontificados de Benedicto XVI y de Francisco. La “tolerancia cero” expresada por estos Pontífices, resuena hoy como resolución firme en el proyecto pastoral de ambos. El mundo quiere degollar a los responsables; Cristo, en cambio, se propone redimirlos. La justicia no se reduce a su aspecto vindicativo; al darse las condiciones, abre un panorama de perdón y redención. Somos ministros de una justicia que, por ser manifestación del Amor de Dios, – la misericordia – se inclina a disponer los corazones para el arrepentimiento y la conversión y, de esa manera, para el perdón y la santidad. Debemos acudir, con frecuencia, a este concepto de la misericordia divina. No constituye un argumento para salir del paso, cuando se producen algunas críticas situaciones en el ejercicio de nuestro ministerio; es el sendero trazado por Dios, al que debemos ajustar nuestra propia marcha.
3.- Heroicidad versus mediocridad. No menos grave es la mediocridad (o medianía) en la vida de quienes debemos promover la santidad entre los bautizados confiados a nuestro cuidado pastoral. Las virtudes teologales disponen de un dinamismo interno que reclama heroicidad. La santidad que veneramos, en quienes han sido canonizados, supone la práctica heroica de la fe, la esperanza y la caridad. La mencionada “medianía culpable” constituye un mal más grave que el pecado mismo. Es la tibieza, severamente denunciada por la Escritura: “Conozco tus obras: no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Por eso, porque eres tibio, te vomitaré de mi boca” (Apocalipsis 3, 15-16). Más adelante el texto señala la trascendencia del mensaje: “Yo corrijo y reprendo a los que amo. ¡Reanima tu fervor y arrepiéntete! Yo estoy junto a la puerta y llamo; si alguien oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos” (ibídem 3, 19-20). El encuentro con Quién nos ama antes es de absoluta importancia. Es entonces cuando su amor nos capacita para amarlo, y, por ello, amar a los demás como Él los ama (y nos ama).
4.- El buen cristiano es el santo. La santidad debiera ser el estado normal de la vida cristiana. Las misiones que debemos asumir en la Iglesia (vida sacerdotal y otras formas de vida consagrada) no nos obligan a mayor santidad que la exigida por el Sacramento del Bautismo. La misión, por cuyo cumplimiento debemos servir en la Iglesia, otorga una especificación propia en el logro de la santidad que nos corresponda. Es oportuno que recurramos al capítulo V de la Constitución “Lumen Gentium” que lleva el título referido a nuestro tema: “Universal vocación a la santidad en la Iglesia”. Allí se expresa: “Por ello, en la Iglesia, todos, lo mismo quienes pertenecen a la Jerarquía que los apacentados por ella, están llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: ‘Porque ésta es la voluntad de Dios, la santificación de ustedes’” (1 Tesalonicenses 4, 3) (LG n° 39). Sería muy conveniente releer reflexivamente todo el capítulo. En cierta oportunidad se me consultó qué aconsejaría a los formadores de los seminarios. Mi respuesta fue simple: “Que hagan de los seminaristas buenos cristianos”. Entendía – y entiendo – que el buen cristiano es el santo.
5.- El amor a Dios es fidelidad a su voluntad. El pecado y la mediocridad desaparecen de inmediato al decidir e iniciar el camino a la santidad. No me refiero a una santidad necesariamente canonizable. Entiendo por “santidad” la vivencia generosa – tendiendo a la heroicidad – de las virtudes cristianas. En el origen de ese estrecho camino se sitúa el encuentro vivencial con Cristo resucitado: el Hijo de Dios encarnado. Instancia que supera la ciencia teológica y pone en movimiento un proceso de amistad que se cumple y afianza progresivamente. Del mismo depende la fidelidad a Dios. En la medida en que nos internamos en ese proceso de fe y de amor se hace realidad la exhortación del Maestro a sus discípulos: “¡Sean perfectos como el Padre celestial es perfecto!” Jesús no exagera al proponer como ideal humano la perfección del Padre. De esa manera señala que en el amor consiste dicha perfección. Si “Dios es amor” (San Juan), la perfección de Dios – y la nuestra – es el amor. Es al estilo del mismo evangelista y Apóstol – amando a Cristo – como logramos conocer a Dios, o la perfección del Padre que debemos adoptar. En ella consiste la santidad.
6.- Los medios de la gracia que santifica. Nuestra vida cristiana obtiene, en la santidad, su perfección. Por lo mismo, nuestro ministerio sagrado – sacerdotal – logra su perfecto desarrollo en el cumplimiento de ésa “vocación universal a la santidad”. ¿Cómo lograrlo? Aprovechando los medios comunes, a través de los cuales la gracia – “el poder de Dios” – realiza su obra artesanal. La santidad es obra exclusiva de Dios. Nadie se hace santo, ni el mismo Papa, en el rito tradicional de la canonización, “hace” santos. Nuestro consentimiento, o rechazo, condiciona esa necesaria acción de Dios. Por ello, nos referimos a ella definiéndola como “artesanal”. No existen moldes a qué atenerse en la manufactura de los santos – por parte de Dios – como tampoco en la creación de cada persona. Todos los santos exhiben un común denominador: el logro de la perfección del Padre Celestial, o la vivencia perfecta de la caridad; se incluyen necesariamente las virtudes temporales de la fe y la esperanza: “En una palabra, ahora existen tres cosas: la fe, la esperanza y el amor, pero la más grande de todas es el amor” (1 Corintios 13).
7.- Santos sacerdotes = buenos cristianos. Para ser buenos sacerdotes se requiere ser buenos cristianos. La tibieza o mediocridad en la práctica de la vida sacerdotal o, lo que sería más lamentable y escandaloso, el pecado, supone una vida bautismal mediocre, tibia o pecadora. Es la misma contradicción e hipocresía, con una apariencia religiosa falaz y anti testimonial, que Jesús denuncia en los escribas y fariseos de su tiempo. Jesús se manifiesta particularmente severo con el doble discurso y el estado de simulación de aquellos contemporáneos suyos. El alcance de su enseñanza trasciende aquel momento histórico y llega a nosotros. El fariseísmo, fuera y dentro de la Iglesia, se constituye en un mal demoledor de los mejores proyectos. Me parece bien que nuestra gente rece por la multiplicación de las vocaciones al ministerio sacerdotal; pero, la Iglesia y el mundo actual necesitan santos sacerdotes (o cristianos que ofrezcan “el testimonio” de la santidad en el ejercicio del ministerio sacerdotal). Es lo que afirmaba San Juan Pablo II en el año 2001. Es decir: el mundo actual, hundido en el pecado (y que ha perdido el sentido del pecado), y la misma Iglesia, estructuralmente des evangelizada, necesitan – con urgencia – SANTOS. En ellos brilla el carisma de la santidad, como el necesario testimonio apostólico de la Resurrección del Señor. Cuando Jesús constituye, a sus principales discípulos en testigos suyos, los provee de la gracia, con el don del Espíritu que los santifica. Es incomprensible la misión de testimoniarlo coexistiendo con una vida de pecado (que lo contradice): “Simón Pedro le respondió: ‘Señor ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios” (Juan 6, 69).
8.- La gracia – o “el poder de Dios” – hace santos. La santidad es obra de la gracia de Cristo, infundida con el Espíritu, que el Señor resucitado otorga a quienes creen en Él: “Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: Reciban el Espíritu Santo” (Juan 20, 22). El Apóstol Pablo, emblemático convertido de Damasco, afirma con toda humildad: “Porque yo soy el último de los Apóstoles, y ni siquiera merezco ser llamado Apóstol, ya que he perseguido a la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy…” (1 Corintios 15, 9-10). Su extraordinario cambio se debe a la gracia de Cristo. A partir del encuentro impactante de Damasco, Pablo experimenta el poder de la gracia y se transforma en un exponente inigualable de la misma. Lo enseñará en la Carta a los romanos: “Yo no me avergüenzo del Evangelio, porque es el poder de Dios para la salvación de todos los que creen…” (1, 16). Lo mismo ocurrirá con el santo Obispo Agustín de Hipona, cuatro siglos después. De estos hechos, y de tantos otros, registrados durante los veinte siglos de la Iglesia de Cristo, se concluye que el sendero a la santidad es iniciado gracias a un encuentro personal con Jesús (mediante la humilde predicación apostólica). Es preciso asegurar ese encuentro – oculto y misterioso – a partir del cual se produce un proceso ascendente de amistad con Dios. Para su desarrollo se dispone de recursos: la Escritura, los sacramentos y la oración. Medios establecidos por Dios para acceder al manantial de la gracia.
9.- No descuidar los recursos. Si los descuidamos se cierra el grifo que da paso al caudal transformador de la gracia. Existen experiencias saludables y, otras muchas muy desgraciadas. En vista a uno de los medios mencionados (la oración), el gran San Alfonso María de Ligorio, cuya fiesta celebramos hace pocos días, afirmaba: “Quién reza se salva, quién no reza se condena”. La relación de amor con Dios produce un cambio sustancial en nuestra vida afectiva, intelectual y apostólica. La convivencia de los Doce con Jesús fue progresando hasta el establecimiento de una comunión viva e inquebrantable durante aquellos tres años “de estar con Él”. El texto del evangelista Marcos lo explicita así: “Después subió a la montaña y llamó a su lado a los que quiso. Ellos fueron hacia él, y Jesús instituyó a los doce para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar…” (3, 13-14). Cuando se desmejora nuestra predicación, en sus variadas formas (homilías y catequesis), nos cabe reconocer, si somos honestos, que hemos descuidado parcial o totalmente el “estar con Él”. Recuerdo el gesto humilde de un hermano sacerdote, que me precedió en el episcopado. Me pidió que le escribiera un esquema para su retiro previo a la Ordenación episcopal. Recordé el Responsorio Breve de las segundas vísperas de un santo Pastor: “Éste es el que ama a sus hermanos, el que ora mucho por su pueblo”. Le sugerí que pensara y rezara mucho ese responsorio.
10.- Ser, para los fieles, modelos de fidelidad a Cristo. Debemos ser creyentes con nuestros hermanos creyentes, dejando que nuestra fe viva sea modelo de fidelidad a Cristo (a la Palabra), en Quién la voluntad del Padre se expresa con innegable exactitud. Si deseamos saber lo que el Padre quiere de nosotros (su voluntad) contemplemos a Jesús, fiel a su Padre, en especial durante su oración en Getsemaní y en la Cruz. En el ámbito de la convivencia de los Apóstoles con Jesús – en ése estar con Él – sepamos mantenernos fieles a la Eucaristía diaria, en la que el mismo Cristo se constituye en el centro de nuestra vida y de nuestro ministerio. Contemplándolo en el silencio de su presencia adorable, todo lo que realicemos – como sacerdotes – tendrá sentido. Percibiremos entonces el gozo pleno que sintieron los Santos Apóstoles y hombres como los Santos Vianney y Brochero. Vale la pena dejarlo todo para obtener ese tesoro escondido. Para valorar la amistad de Jesús, imprescindible para nosotros, como lo fue para los Apóstoles, es oportuno cultivar una tierna devoción mariana. Desde la Cruz María es la Madre del Apóstol Juan, que representa a todos los hombres, especialmente a nosotros (apóstoles de su Hijo). Aprendamos de nuestra gente a quererla, con simplicidad de niños.
11.- Concluyendo. Ante el Misterio eucarístico, expuesto para nuestra adoración, se nos da la ocasión de reflexionar sobre el llamado a la santidad. Él nos llamó a estar con él, y para confiarnos la misión de ser sus testigos. Nuestro ministerio incluye las funciones de pastores y maestros. Para serlo se requiere, de forma inseparable, el “testimonio de nuestra santidad”. Es verdad que su pastoreo y magisterio están garantizados por Él. Al elegirnos para vivir en su intimidad nos propone adoptar su fidelidad al Padre, como estilo necesario de vida. Para ello nos otorga su Espíritu, Artífice que nos identifica con Cristo: “el Santo de Dios”. De esa manera, nos participa su identidad de Hijo del Padre y Hermano de los hombres.