1978 – 2015

29 de diciembre de 2015

1.-   Me parece ayer lo sucedido, el 29 de diciembre de 1978, en la Catedral Metropolitana de Buenos Aires. Han transcurrido 37 largos años. Tengo que agradecer al Señor que, sin merecerlo, me ha hecho depositario de innumerables gracias para el Pueblo de Dios. Sería imposible identificarlas sin correr el riesgo de creerme su gestor. Conozco mis grandes límites y procuro mirarlos de frente para convencerme de que nada tengo mio, todo lo he recibido. A esta altura de mi vida no me queda más que la sabiduría del Magnificat. En estos 37 años el Buen Pastor se empeñó en hacerme propios sus sentimientos de amor al Padre, a María y al pueblo. Algo ha logrado, aunque mis pobres calificaciones (en mi auto estima) expresen un débil aprovechamiento. De todos modos me considero una prueba más de que Dios se sirve de los más pobres y débiles para hacer lo suyo. En muchas ocasiones he verificado, sorprendido, ese misterioso comportamiento divino. Estamos en el Año Jubilar de la Misericordia. Mi vida, especialmente durante estos 37 años de episcopado, constituye un verdadero milagro de la Divina Misericordia. No me queda otra, como lo pide el Papa Francisco,  que ser testigo y misionero de la Misericordia.

2.-   Dios me fue llevando de la mano por vericuetos complejos, pero, de su mano. En estas casi cuatro décadas no he soltado su mano suave y firme de Padre. Es lo primero que aprendí de Jesús. Él jamás se soltaba de la mano de su Padre, desde recién nacido hasta la soledad y aparente abandono de la Cruz. ¡Cuántas veces en Buenos Aires, en San Nicolás y en Corrientes, mi oración suplicante se vió envuelta en la oscuridad nocturna de Getsemaní! Pero, infaltablemente, apareció el Ángel de la consolación, en el rostro silencioso de un pueblo humilde y fiel, que confirmaba, como de Dios, mi pobre servicio de Pastor. No dispongo de palabras para expresarles mi emoción ante las gracias, otorgadas a mi pobre capacidad natural, para bien de la Iglesia que debí conducir. Siendo Obispo, durante un misterioso y prolongado ejercicio pastoral, intenté  ser Pastor, con sincero deseo de ser «bueno» como mi Maestro y Señor. Pido perdón a Jesús, y misericordia a ustedes si no lo he logrado, como fue mi propósito.

3.-   Deseo recordar a quien nunca olvido, porque es mi Madre y de ustedes. De la otra mano me conducía ella, inspirándome discretamente qué debía hacer para asemejarme a Jesús. Es quien mejor lo conoce – como nadie – y, por lo mismo, quien, más aventajada que el mejor cristólogo, puede internarnos en su inefable Misterio. El secreto de nuestro aprendizaje filial está en no soltar su mano y conocer de ella al Cristo que debemos predicar a nuestros hermanos.  Durante estos muchos años pude comprobar su presencia en ocasiones de extrema gravedad. Confío que mis últimos tramos de camino se vean, como hasta ahora, asistidos por su ternura de Madre y sus oportunas inspiraciones.

4.-   He adquirido un hábito bueno, muy bueno: cuando ya no tengo más que decir, guardo silencio. Eso me ocurre ahora. Es el momento en que la Eucaristía me envuelva con su silencio. Allí está mi tesoro y el de ustedes: Cristo, Pan bajado del Cielo y alimento necesario para nuestra vida bautismal y ministerial. Concluyo elevando mi oración por todos ustedes, queridos sacerdotes, diáconos y fieles cristianos, recordando el responsorio breve que corresponde al común de santos pastores del Oficio de vísperas: «Éste es el que ama a sus hermanos, el que ora mucho por su pueblo».  No me queda más que rezar por la Iglesia, de la que sigo siendo Pastor , en el sereno crepúsculo de mi ya larga vida.