SENTIDO DE PERTENENCIA A LA FRATERNIDAD


Alta Gracia, enero de 2024


1.- La pertenencia a Cristo, a la Iglesia y a la Fraternidad. Me han solicitado una reflexión espiritual sobre la “pertenencia”. Tema que abre registros, ciertamente convergentes, para abordarlos desde diversas perspectivas. Como creyentes cristianos no podemos evadirnos de acudir a nuestros orígenes. El principal es el sacramento del Bautismo. San Pablo propone su visión, netamente cristológica: “¿No saben ustedes que todos los que fuimos bautizados en Cristo Jesús, nos hemos sumergido en su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que así como Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una Vida nueva”. (Romanos 6, 3-4) Pertenecemos a Cristo, y nos corresponde vivir su Vida. Asociados a su muerte y resurrección se nos otorga la capacidad de asemejarnos a Él: ante el Padre y conducidos por el Espíritu. Los Apóstoles conocieron a Cristo en aquella convivencia colegial. Aprendieron a ser como Él: el Hijo del Padre, dócil al Espíritu y Hermano de los hombres. Pertenecer a Él, incluye mantener una real convivencia con Él. Así lo entendía el Apóstol.

2.- Nuestra relación con la persona de Cristo. “Todo es de ustedes, pero ustedes son de Cristo y Cristo es de Dios”. (1 Corintios 3, 22-23) A veces olvidamos, por el legítimo deseo de reconocer que el Hijo es igual al Padre, y que, no obstante, por la encarnación está sujeto al Padre y es conducido por el Espíritu. El mismo Señor se ocupa de expresarlo: “Cuando ustedes hayan levantado en alto al Hijo del hombre, entonces sabrán que Yo Soy y que hago lo que el Padre me enseñó. El que me envió está conmigo y no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada”. (Juan 8, 28-29) Es lo que debemos saber para conocer a Cristo, como el Padre lo conoce: Hijo del hombre. Está entre nosotros, sumergido en nuestra condición mortal, para liberarnos del pecado y para introducirnos en la Familia Trinitaria. Gracias a Él, participamos de la Vida divina y vencemos nuestros pecados. La relación con su persona es una condición indispensable para que su gracia y su poder se constituyan en la salvación que esperamos. El bautismo, cuyo efecto inmediato es la eliminación del pecado original y de los pecados que personalmente hayamos cometido, es participación de la muerte y resurrección de Cristo, el Salvador.

3.- Le pertenecemos hasta asemejarnos a Él. Por el bautismo pertenecemos a Él, y el perdón y la santidad nos asemejan a Él. Es preciso destacar esa pertenencia, y cultivarla empeñosamente. Pero, es posible actualizar esa pertenencia, renovando nuestra vida bautismal en el interior de la Iglesia: Cuerpo Místico de Cristo. Es imposible nuestra dependencia de Cristo sin una real comunión con la Iglesia de Cristo. No siempre se da. La fe bautismal, profesada en la celebración del sacramento, se desarrolla y crece convirtiéndonos en “ungidos” o cristos. Cuando esa práctica se descuida, la fe se debilita hasta desaparecer. Es la dramática situación de innumerables bautizados. Recuerdo la expresión de una intelectual de renombre: “Estoy bautizada pero no soy creyente”. Penosa afirmación, tan frecuente en muchos bautizados. Un número significativo de bautizados han renegado del Bautismo. Otros lo mantienen formalmente, como inscritos en un registro de Culto, pero sin un compromiso testimonial en la sociedad a la que pertenecen. Hasta se produce – en algunos – la contradicción de adoptar actitudes beligerantes, como enemigos de la Iglesia a la que sacramentalmente pertenecen.

4.- La Iglesia es “como el sacramento” de Cristo. Para entender a la Iglesia, en su dimensión terrestre o militante, debemos hacerla objeto de nuestra fe. Es Cristo mismo, con todo su poder de resucitado, el que está presente en ella, aun cuando se muestre afectada por los pecados y mediocridades de muchos de sus miembros. Su identidad procede de Cristo, el Hijo de Dios encarnado y glorificado, de quien la Iglesia es “como” sacramento: “Y porque la Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano”. (Lumen Gentium 1,1) Es Cristo quien garantiza su sobrenaturalidad, no quienes hoy la gobiernan. No obstante, en sus dirigentes está el ministerio apostólico legítimo, por medio del cual Cristo prolonga su obra reconciliadora con el Padre, mediante el perdón y la Eucaristía. Me conmueve pensar que el Espíritu informa mi pobre ser y otorga poder a mi humilde palabra ministerial. Él lo hace todo. Sin Él, que me toma por entero, mi pobre palabra sería absolutamente ineficaz. Lo pienso cuando me dispongo a celebrar la Eucaristía. Ese mendrugo de pan y ese sorbo de vino, se convierten, entre mis manos torpes, en el Cuerpo y la Sangre del Señor. Es Él quien actúa en mi persona: “in persona Christi”.

5.- El poder de Cristo en el misterio de la Iglesia. Es oportuno recordar las palabras de San Pablo: “Yo no me avergüenzo del Evangelio (el mismo Cristo), porque es el poder de Dios para la salvación de todos los que creen…” (Romanos 1, 16) Ese “poder de Dios” que reside en Cristo, hace que el ministerio de la Iglesia sea sobrenaturalmente eficaz. Si por el Bautismo pertenecemos a Cristo, por el mismo sacramento somos parte de la Iglesia. La Iglesia es Cristo, y nosotros constituimos su Cuerpo. Esta visión de fe, debe prevalecer en el comportamiento personal y social de los miembros de la Iglesia. La coherencia entre la fe y la vida se constituye en la meta de todas las expresiones de la vida cristiana. La Vida Consagrada es una de ellas, como lo es el ministerio sagrado y el matrimonio. Nos referimos a la Vida consagrada como está plasmada en nuestra Fraternidad Franciscana. Un gran desafío para quienes se han adherido a él por los votos de pobreza, obediencia y castidad. En otra ocasión nos hemos referido al carisma franciscano, en su dimensión secular. Es preciso que lo consideremos como auténtica pertenencia a Cristo y a su Iglesia.

6.- Pertenecer es ser parte viva. Pertenecer es ser parte. Una parte viva, expresión univoca de la totalidad del Cuerpo. Ser de Cristo expresa la esencia de la vida bautismal. Recordemos las palabras de San Pablo: “Todo es de ustedes, pero ustedes son de Cristo y Cristo es de Dios”. (1 Corintios 3, 23) Nos referimos a lo que origina esa misteriosa pertenencia: el Santo Bautismo y los votos de obediencia, castidad y pobreza. En ella está entrañado el sentido de la vida cristiana. Como todo lo sacramental, supone una conciencia progresiva, que logra su perfección en la santidad. Ser de Cristo es reproducir, en la vida personal, sus virtudes características, me refiero a la pobreza, a la obediencia y a la castidad. Mediante ellas Cristo se revela como Hijo del Padre y Hermano de todos los hombres. Toda la Iglesia debe replicar esas virtudes, ya que recibe la misión del Señor mismo y se identifica con Él. Algunos de sus miembros, testimonian a Cristo mediante alguna forma de vida reconocida canónicamente por la misma Iglesia. Me refiero a los diversos carismas de la Vida Consagrada. Nuestro Instituto Secular está llamado a ofrecer su singular aporte, desde el seno de la Iglesia, a un mundo que necesita saber que Cristo es su Salvador.

7.- La promesa de Cristo de permanecer hasta el fin. Es entonces cuando la Iglesia – y la Vida consagrada – manifiesta que su razón de ser es la evangelización del mundo. La participación en ella, por parte de sus discípulos, se explicita el día de la Ascensión: “Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos…” (Mateo 28, 19). Su promesa de permanecer con ellos “hasta el fin” responde a la necesidad de Cristo que tiene el mundo. Todos los pueblos, sin excepción, están destinados a ser como ellos: sus discípulos. El tono del mandato misionero expresa urgencia y universalidad. El Señor no presenta otras alternativas. El anuncio evangélico y la adhesión a la persona de Cristo constituyen la dirección obligada hacia la salvación. El prólogo del Evangelio de San Juan no contempla otra alternativa: “De su plenitud todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia: porque la Ley fue dada por Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo”. (Juan 1, 16-17) Incuestionable verdad que, aquella Iglesia, en la que está fundada la nuestra, debe al mundo. En su promesa de estar en ella, hasta el fin, Cristo no deja margen al titubeo o a la duda.

8.- Al ser de Cristo somos de la Iglesia. La persona de Cristo es la que salva al mundo. La ideología, que contamina y aleja del conocimiento de la Verdad, es un camino erróneo. Nuestro mundo está plagado de teorías complicadas, hasta fantasiosas. Es preciso – siempre – volver al Evangelio y, de esa manera, escuchar y contemplar al Divino Maestro. En ese regreso cotidiano a la fuente, radica nuestra principal labor como cristianos y consagrados. La convicción de pertenecer a Cristo por el bautismo – vocación primaria – nos obliga a considerar la consagración – mediante los votos – como la expresión “más elocuente” de aquella pertenencia. Al ser de Cristo, somos de la Iglesia y al ser miembros del Instituto Secular somos de Cristo y de la Iglesia. Cristo, Pan bajado del Cielo, es el alimento necesario de nuestra “pertenencia” a la Fraternidad Franciscana. Nos refiere principalmente a la Eucaristía, conforme a la enseñanza de Jesús, al anunciar su Institución: “Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre no tendrán Vida en ustedes”. “Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él”. (Juan 6, 52-56)

9.- La fe capta la actual presencia de Cristo. Cristo es el alimento que nutre nuestra vida bautismal, por consiguiente, nuestra Vida Consagrada. Es decir, Cristo es el necesario alimento de nuestra pertenencia a Él y a su Iglesia. Cuando nos referimos al Señor – “comida y bebida”- incluimos su Palabra y su testimonio de Hijo del Padre y Hermano nuestro. Es imprescindible su presencia entre nosotros, captada por la fe. También nosotros, como entonces sus coetáneos, recibimos su enseñanza. La fe viva nos permite acceder a ella. Por algo la Carta a los Hebreos nos recuerda que “el justo vivirá por la fe” (10, 38). Nuestra actitud normal, como creyentes, es vivir por y en la fe. De otra manera nuestra vida cristiana, y de especial consagración, pierde su identidad y su razón de ser. Es preciso no sumarnos al sinsentido de la vida de un mundo sin fe. Estamos asediados por la incredulidad, llámesela como se la quiera llamar. La práctica religiosa, tan alicaída en nuestros principales círculos, constituye – para los cristianos – un deber, si deseamos evitar que se cumpla la dolorosa advertencia de Jesús: “Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?” (Lucas 18, 8) Mientras sobrevivan los creyentes humildes y honestos, será la fe la animadora de sus vidas entre sus conciudadanos: incluido su compromiso personal, tanto profesional como familiar.

10.- La deplorable situación de los bautizados no creyentes. No podemos ocultar la trascendencia de la fe en un mundo sumergido en el relativismo y en el agnosticismo, confesos y practicados por muchos de los dirigentes y rectores actuales de la cultura y del arte. Muchos de ellos han sido bautizados en la Iglesia Católica. La situación deplorable de un número significativo de bautizados, que no son creyentes y hasta militan en grupos y movimientos francamente adversos a la fe de la Iglesia, es tristemente constatable. Han perdido el sentido de su pertenencia a Cristo y a su Iglesia, si alguna vez lo han tenido. La Vida Consagrada retiene la misión profética, de testimoniar esa pertenencia. Se supone que los consagrados desarrollan su compromiso de vida en la recuperación de los bautizados, como miembros vivos de Cristo y de la Iglesia. Se impone el cultivo de las virtudes cristianas. Todo, en el ministerio de la Iglesia, está orientado a desarrollar la conciencia de pertenencia de los bautizados al Misterio de Cristo. Procuremos avanzar sobre este sendero, destacando el valor de los medios sacramentales, con los que Cristo otorga una estructura visible a su Iglesia.

11.- El Testimonio de los santos. La práctica sacramental, en quienes van a la Iglesia, tiene sus bemoles y exhiben un gradualismo desconcertante. No afecta, únicamente, a los llamados “simples fieles”, también a los ministros sagrados y a los consagrados. Los santos testimonian la eficacia sobrenatural de los sacramentos en quienes los celebran como corresponde. Será preciso seguir sus pasos. Entre ellos hay niños, jóvenes hombres y mujeres, de edad mediana y ancianos. El común denominador, que los comprende a todos, es la pertenencia a Cristo y a la Iglesia. Sus vidas exponen caminos diversos y, por igual, conducen a la santidad. Nos referiremos a la Vida Consagrada en la secularidad, como se manifiesta en este Instituto. Durante estos días de reflexión, se nos ofrece la ocasión de compatibilizar los diversos aspectos de la vida en Fraternidad. Lo importante radica en la dinámica de la pertenencia. Porque sus miembros, en virtud del Bautismo y de la profesión de los votos – pertenecen a Cristo y a la Iglesia – su meta es la santidad, conducidos por San Francisco y Santa Clara. Su carisma está inspirado en la pobreza, obediencia y castidad de estos santos admirables.

12.- Pertenencia y amor. El amor a Cristo, o la pertenencia a su Misterio, define – hasta estatutariamente – la vida de la Fraternidad. El Bautismo califica a sus miembros como partícipes de Cristo y, la profesión de los votos, como discípulos y misioneros en el mundo. Jesús encuentra en ellos la transparencia que lo hace visible y audible. La respuesta a Felipe cabe a cada bautizado y, particularmente, a los consagrados por los votos y el sagrado ministerio. El Padre es conocido por su Hijo encarnado, y por cada cristiano. La profesión de los votos es un contrato nupcial que une al consagrado con el Esposo divino. Es amor, realizado en el castísimo amor que Dios nos profesa. Lo expresamos en las relaciones fraternas que, ciertamente, tienen su origen en nuestras relaciones con Cristo. El amor a Dios nos capacita para amar bien a nuestros seres queridos. “Somos de Cristo, Cristo es de Dios”, fruto de la experiencia mística de los Apóstoles y de todos los santos. No es una meta inalcanzable, al contrario, mientras las ambiciones no excedan nuestras posibilidades. Es oportuno transcribir el salmo 131: “Mi corazón no se ha ensoberbecido, Señor, ni mis ojos se han vuelto altaneros. No, yo aplaco y modero mis deseos: como un niño tranquilo en busca de su madre, así está mi alma dentro de mí”. (1-2)

13.- El carisma franciscano, como perspectiva de vida. La espiritualidad del seráfico Padre, tiene su origen en la vivencia de la pobreza y de la humildad de Cristo que, desde la conversión, plasman su existencia. Hacer propio el carisma de Francisco, ofrece el panorama de la Fraternidad Franciscana, como perspectiva de vida. Se aprende al meditar la vida ejemplar del santo. Por ello, cuando emiten sus votos, reciben un ejemplar de los Evangelios y una biografía de San Francisco, fiel imitador de Jesús. Los Estatutos del Instituto orientan la experiencia concreta de ambos, en la secularidad. Será la tarea cotidiana de cada hermana, comprometida en la universal misión de la Iglesia. El mundo necesita recibir el mensaje de Vida que Francisco encarna para todos. El mundo, con sus actuales conflictos, necesita la transmisión viva del Evangelio, mediante seres de carne y hueso que, preservados del Maligno, no dejan de permanecer en el mundo. El marco de la secularidad, constituye un desafío para esta experiencia evangélica. Es posible ofrecer la Palabra y, al mismo tiempo, no ausentarse del mundo, a pesar de la agresividad que éste ofrece al Evangelio.

14.- Jesús, a quien imitó Francisco de Asís. La presencia de Jesús en nuestra vida de creyentes, especialmente por la Eucaristía, constituye la garantía de la remisión de nuestros pecados y de la santidad. Simplemente nos corresponde expresarle un deseo intenso de permanecer en Él, por la obediencia y el amor. La oración perseverante – e ininterrumpida – constituye nuestro mínimo aporte. Lo demás lo hace el Espíritu del Padre y del Hijo. No basta la profesión perpetua si la santa ilusión de los primeros momentos no nos acompaña. Pensemos en Jesús, a quien imitó Francisco, y que su permanencia jalone toda nuestra vida. Nos referimos a la Eucaristía, por la que Jesús prolonga su presencia entre nosotros, hasta el fin. Está al alcance de nuestra mano, todos los días y en toda circunstancia. Sería hacer a Dios un desprecio no aprovecharla. Es verdad que es preciso estar en gracia de Dios, sin haber aun logrado, no obstante, la perfección de los ángeles y de los santos. Es nuestra vianda para el camino. Estar en gracia es vivir en su amor. El mejor acto de contrición, para lograr el perdón de los pecados, es un acto de amor y la disponibilidad actual para obedecer la voluntad del Padre.

15.- El amor da sentido a toda práctica piadosa. La comunión sacramental y la Adoración muy frecuente ante la presencia eucarística, debe destacar la vida corriente del consagrado. El ejemplo del Beato Carlo Acutis, un adolescente de quince años, que se enamora de Jesús sacramentado y cultiva empeñosamente ese amor. Un verdadero modelo para quien es impulsado únicamente por el amor. No depende de prácticas devocionales escrupulosamente observadas. Hay un fariseísmo imperceptible en algunas de ellas, que es preciso evitar. El amor da sentido a toda práctica piadosa, pero, la trasciende y supera cualitativamente. Según el Apóstol San Pablo: “El amor no pasará jamás. Las profecías acabarán, el don de lenguas terminará, la ciencia desaparecerá; porque nuestra ciencia es imperfecta y nuestras profecías limitadas. Cuando llegue lo que es perfecto, cesará lo que es imperfecto. Mientras yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño, pero cuando me hice hombre, dejé a un lado las cosas de niño. Ahora vemos como en un espejo, confusamente; después veremos cara a cara. Ahora conozco todo imperfectamente, después conoceré como Dios me conoce a mí. En una palabra, ahora existen tres cosas: la fe, la esperanza y el amor, pero la más grande de todas es el amor”. (1 Corintios 13, 8-12)

16.- El amor a Cristo de San Pablo. Pablo es un modelo del amor a Cristo. Para el Apóstol, su vida y su ministerio están sujetos al amor de Cristo. Es en Él donde encuentra la plenitud “de la sabiduría y de la gracia”. Lo demás es considerado una necedad. Hace unos años el Papa Benedicto XVI declaró a San Pablo modelo de convertido. Todos, por más tradición religiosa que mantengan sobre sus hombros, deben hacer la experiencia de la conversión. No se produce exclusivamente desde una vida de pecado. La conversión consiste en un encuentro decisivo con Cristo, que marque nuestra relación personal con Él: un “después”, antecedido por la mediocridad y la indiferencia de un “antes”. Si recorremos las diversas biografías de los santos, hallaremos múltiples versiones de la conversión. Siempre constituye un acontecimiento crucial en la historia de cada uno. No pensemos exclusivamente en quienes han sido reconocidos canónicamente. Nos interpela – a los “de a pie” – para que la vida bautismal y de consagración, sepa a qué atenerse y se funde en el amor a Cristo.

17.- La intimidad de María con su Hijo divino. No dejo de recordar, a lo largo de mis reflexiones, la presencia ejemplar de la Virgen Santísima. Jesús y su Santísima Madre se pertenecen uno al otro. Jesús es de María por la Encarnación y María es de Jesús por su maternidad divina. La devoción de todos los Santos a María responde a la cercanía e inigualable dignidad de la Madre de Dios. San Francisco y Santa Clara ofrecen un admirable ejemplo de esa devoción. El carácter femenino de los miembros de la Fraternidad las aproxima a María como ideal de pertenencia a Jesús y a la Iglesia. La devoción a ella contribuye a fortalecer los vínculos filiales – con la Virgen – de cada una de las consagradas. Imaginemos la relación filial que mantuvo Jesús con su Madre. He pensado con frecuencia en la intimidad que María mantuvo con su divino Hijo, desde el mismo instante de la Encarnación. ¡Qué sublime comunión entre ambos! El Espíritu Santo anima aquella relación, haciendo fecunda la maternidad singular de aquella joven virgen. El Ser anidado en el seno purísimo de María es, aunque hombre verdadero, el Hijo de Dios. Por ello, María se convierte en Madre de Dios, ya que la persona del Verbo es el sujeto de atribución (el único Yo) de las operaciones de ambas naturalezas: divina y humana.

18.- María, Madre de Jesús y nuestra. Por voluntad de Cristo, en el momento de la agonía en la Cruz, María – su Madre – se convierte en nuestra Madre. Juan Apóstol, valiente seguidor del Señor, nos representó a todos. El texto del mismo evangelista no necesita otro comentario: “Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Al ver a su madre y cerca de ella el discípulo a quien él amaba, Jesús le dijo: “Mujer, aquí tienes a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “Aquí tienes a tu madre”. Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa”. (Juan 19, 25-27) Nuestra devoción mariana está inspirada en este texto evangélico. Se constituye en fuente de piadosa reflexión, para alimento del amor a la Virgen de cada bautizado. Los consagrados y consagradas, especialmente quienes desempeñamos el sagrado ministerio, encontramos en ella, una inigualable expresión de la ternura del amor de Dios. Jesús lo decide en el momento más dramático de su vida. No es posible rechazar su conmovedor don. Recibimos de Él, como signo de su entrañable amor, lo único que le queda tan suyo: su Santa Madre.

19.- La devoción a María. La devoción no es un mero estado emotivo, es compromiso con la persona venerada. La devoción a María es también imitación de sus virtudes, sobre todo su amor a Dios, en la persona de su Hijo divino. María es fiel transparencia de la pobreza, obediencia y castidad de Jesús. Quienes, por los votos, han prometido practicarlas, aprenden de María. La intimidad con ella, hace posible el testimonio de esas virtudes. La misión de los consagrados es lograr de los hombres una relación personal con Jesucristo: pobre, obediente y casto. La presencia de María en la vida de la Iglesia y de la Fraternidad no es decorativa, constituye una nota necesaria, que hace a su eclesialidad. Así lo enseña el Magisterio del Concilio Vaticano II, en el octavo capítulo de su Constitución dogmática “Lumen Gentium”. Lo expresa en el número 63 del capítulo mencionado: “La Virgen Santísima, por el don y la prerrogativa de la maternidad divina, que la une con el Hijo Redentor, y por sus gracias y dones singulares, está también unida con la Iglesia”. Es tan Madre que, logra de sus hijos una total identificación con su Hijo divino. Para ello les dedica su solicitud materna y su ternura. Por la Encarnación, desde belén a la Cruz, hace bajar del Cielo el Pan que alimenta la vida de fe, de esperanza y de caridad de los bautizados.

20.- Síntesis final. Es conveniente concluir nuestra extensa reflexión, dejando un espacio para la síntesis. Auxiliados por ella lograremos no cerrar un tema tan abarcativo, y así proyectarlo sobre el futuro de la Fraternidad. Cada hermana es, en esencia, toda la Fraternidad. Pertenecer a ella, como lo venimos reflexionando, construye la Fraternidad – en su totalidad – así como cada bautizado se responsabiliza de la construcción del Cuerpo de la Iglesia, en su integridad.