Encuentro del Instituto Secular “Fraternidad Franciscana”

Febrero 2020

Alta Gracia (Córdoba)

1.-   Introducción.   Con el objeto de iluminar, desde el Evangelio, el acontecimiento que ocupará la atención de la Fraternidad Franciscana durante estos días, me han sugerido este tema ciertamente medular.  Hace muchos años lo he abordado para religiosos y religiosas. Lamento no haber reservado algún ejemplar de aquella extensa exposición, en forma de retiro. Es intelectualmente oportuno volver a pensarlo y escribirlo, recurriendo a un acervo espiritual, enriquecido por más años de natural maduración. Recuerdo que una anciana religiosa se escandalizó de mis conceptos – de autoridad y obediencia – a pesar de haberlos expuesto exclusivamente a la luz de la palabra de Jesús. Su concepción de la obediencia y del ejercicio de la autoridad se hallaba anquilosada y, por lo mismo, a mucha distancia de las enseñanzas evangélicas originales. Nuestra actual situación, como Instituto Secular, favorece una más clara comprensión del tema. Esa será la línea argumental que oriente estas jornadas de reflexión y recogimiento. La gracia de Jesús se pondrá a nuestro exclusivo servicio para estimular una oportuna conversión personal e institucional.

2.-   La obediencia a Dios.   La base argumental del tema propuesto, se halla en la insistencia y primordialidad que Jesús otorga a la obediencia al Padre. De allí, el agregado al título original: “y fidelidad”. Hacer la voluntad del Padre constituye como el punto clave de su enseñanza y aplicación concreta.  No solamente lo enseña, también se constituye en modelo de obediencia a su Padre: “Mi comida es hacer la voluntad de aquel que me envió y llevar a cabo su obra” (Juan 4, 34). El mismo pensamiento, con diversos y complementarios matices, reaparece en los otros evangelistas. Es tan constitutiva la obediencia al Padre que establece vínculos familiares más poderosos que los de la sangre: “Y señalando con la mano a sus discípulos, agregó: Éstos son  mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”. (Mateo 12, 49-50) En la mente de San Francisco de Asís, la “fraternidad” posee ese carácter esencialmente constitutivo. El Santo abandona la convivencia con su padre Pedro y con su madre doña Pica, para vivir con quienes, de esa manera, están dispuestos a “hacer” – con Él – la voluntad del Padre.

3.-   ¿Cómo conocer la voluntad de Dios?   Pero, ¿cómo cerciorarnos de que la propuesta es expresión de la voluntad del Padre? Es cuando entra en funciones la autoridad ejecutora de ese servicio. Es un medio, prudentemente puesto al servicio del Espíritu, para el discernimiento de la voluntad de Dios. No implica la dominación de unos sobre otros. Quien, o quienes deben ejercerla no hacen más que, con su comunidad, prestar obediencia al dictamen silencioso del Espíritu. A quien corresponda esa delicada misión debe asistirlo el espíritu evangélico de la humildad y la prudencia, para no confundir las personales opiniones con la moción – proveniente del Espíritu – que deba ser acatada por todos, jefes y súbitos: “Ustedes saben que los jefes de las naciones dominan sobre ellas y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero que se haga su esclavo: como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud”. (Mateo 20, 25-28)  Quienes ejercen autoridad necesitan recibir del Espíritu la inspiración adecuada para distinguir y manifestar la voluntad de Dios, que de esa forma decide manifestarse. Es el servicio que encarna, de manera ejemplar, el mismo Jesús.

4.-   La autoridad como mediación.   El Señor deja claro que su servicio de autoridad incluye el don de la propia vida “por una multitud”, o por todos. ¿Cuál autoridad, ejercida o apetecida, está dispuesta hoy a dar su vida por el pueblo? La autoridad de Cristo es un pastoreo, revelación exacta de la autoridad del Padre. Él es el Buen Pastor que “da su vida por las ovejas” (Juan 10, 11). El destino de la autoridad – en su acepción evangélica – es el don de la vida de quien tiene la responsabilidad de desempeñarla. De lo contrario se la falsifica, mediante tramoyas delictivas, funcionales al logro de más poder y de fortunas mal habidas. Existen ejemplos, no muy numerosos, de verdaderos próceres, que han tocado los extremos de la pobreza y del olvido, después de una vida austera, dedicada al bienestar de su pueblo. En el santoral de la Iglesia, muchos han padecido la persecución y la muerte violenta, hoy venerados como mártires. Es nuestra intención, en el transcurso de estos días de recogimiento, elaborar un esquema conceptual que nos ayude a definir cuál sea nuestra responsabilidad en la tarea de desvelar, a la luz de la enseñanza del divino Maestro, la interacción entre la autoridad y la obediencia, y su exacto sentido.

5.-   El Santo Espíritu que revela la voluntad divina.   Para lograr un desarrollo transparente de nuestro esquema reflexivo, debemos responder a una cuestión de base: ¿cómo y mediante quiénes llega a nosotros la versión auténtica de la “voluntad del Padre”? Jesús mismo lo ha revelado al concretar el cumplimiento de su principal promesa: la venida del Espíritu Paráclito: “Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho”. (Juan 14, 26) Pentecostés, acontecimiento vinculado indisolublemente a la Pascua, hace realidad esa venida del Espíritu, sobre la primera y pequeña comunidad de la Iglesia. Recordemos el texto de los Hechos: “Cuando llegaron a la ciudad (los Apóstoles), subieron a la sala donde solían reunirse. Eran Pedro, Juan, Santiago, Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé, Mateo, Santiago, hijo de Alfeo, Simón el Zelote y Judas, hijo de Santiago. Todos ellos, íntimamente unidos, se dedicaban a la oración, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos”. (Hechos 1, 13-14) Es el clima adecuado para ser ilustrados y santificados por el Espíritu. Desde sus orígenes la Iglesia pide la asistencia del Paráclito en los acontecimientos más importantes. Algunos son de particular gravitación: en la elección del Sumo Pontífice; en la celebración de los Concilios Ecuménicos y de los Sínodos Episcopales. La invocación del Espíritu Santo precede cada momento de especial trascendencia.

6.-   Importancia principal de Pentecostés.   Pentecostés marca un hito esencial en la historia de la Iglesia. Sin Él su misión constituiría un esfuerzo empresarial de muy corta y efímera duración. Los analistas se preguntan dónde está el secreto de su inquebrantable resistencia a los cambios vertiginosos, en medio de las instituciones y movimientos socio políticos que parecían indestructibles. Está sobrenaturalmente animada por el Espíritu Santo – advertida su presencia gracias a la fe – comprobados sus frutos, para la confirmación de los creyentes y sorpresa de quienes no lo son. El Espíritu del Padre y del Hijo es la tercera Persona de la Santísima Trinidad. Es el Amor increado, que hace a la Unidad perfecta de la Familia Trinitaria. El Padre nos envía el Espíritu, en Nombre de su Hijo (Juan 14, 26), para construir su Iglesia: “Y para que nos renováramos incesantemente en Él nos concedió participar de su Espíritu, quien, siendo uno solo en la Cabeza y en los miembros, de tal modo vivifica todo el cuerpo, lo une y lo mueve, que su oficio pudo ser comparado por los Santos Padres con la función que ejerce el principio de vida o el alma en el cuerpo humano”. (Lumen Gentium – n° 7) En el Espíritu el Padre crea, el Hijo redime y todo es conducido al cumplimiento perfecto de la voluntad divina. Es Quien revela continuamente la voluntad del Padre, que Cristo obedece hasta el fin y nos exhorta a obedecer si queremos andar en la Verdad.

7.-   El Espíritu Santo inspira y otorga la gracia de obedecer.   Es el umbral que debemos trasponer para abordar los aspectos más importantes derivados del tema propuesto. La docilidad al Espíritu no es una abstracción sin consecuencias prácticas. Conocer la voluntad de Dios, para obedecerla de inmediato, constituye el propósito de quienes, siguiendo a Cristo, se comportan como Él. Una de las mayores inquietudes de los creyentes es saber, por la fe, cuál sea la voluntad de Dios para cada uno. Sería dramático confundir lo que Dios quiere con lo que cada persona pretende. La consecuencia de tal comportamiento constituiría una catástrofe. Para evitarla será preciso inquirir humildemente la voluntad del Padre, a través de los medios que Él ha elegido para expresarla. Reflexionemos sobre ellos. Pero antes será oportuno poner algunos conceptos preliminares que servirán de fundamento y ayuda. Nos hemos referido al Espíritu Santo, el Obrero divino que despliega su acción en Nombre del Padre y del Hijo. Es el encargado de revelarnos la voluntad del Padre y, por mediación de Cristo resucitado, suministrarnos la gracia que nos hace obedientes a ella, y así redimirnos y santificarnos. Jesús lo infunde: “Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes. Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: Reciban el Espíritu Santo”. (Juan 20, 21-22)

8.-   Nadie conoce al Padre – su voluntad – sino el Hijo.   Al suplicar su gracia (“Ven Espíritu Santo”)renovamos nuestra conciencia de la animación del Espíritu Santo, a partir de los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación. Vivir en la fe es mirarlo todo – y decidirlo – desde ella. Desconfiar de nuestras invenciones y apoyarnos únicamente en la Palabra de Dios, transmitida e interpretada por la Santa Iglesia. En el tema que nos ocupa, la fe, o el sometimiento al Espíritu, constituye el presupuesto necesario. La voluntad de Dios no es deducible como de un silogismo filosófico;  es un don misterioso que otorga Dios. La Revelación divina es consecuencia de una auto-revelación de Dios. Nadie conoce al Padre sino el Hijo: “Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”. (Mateo 11, 27) Nadie puede acceder al conocimiento de la voluntad del Padre si Cristo, por el don de su Espíritu, no le facilita ese acceso. Se abre un nuevo panorama para la comprensión del tema que estamos abordando.

9.-   Toda la Iglesia está animada por el Espíritu Santo.   Pentecostés inspira – al Concilio Vaticano II – una osada referencia que vincula al Espíritu Santo con la Iglesia. De esa manera se hace eco del magnífico Magisterio del Venerable Papa Pio XII sobre el Cuerpo Místico de Cristo. Es allí donde hallamos el contenido de fe que iluminará nuestras reflexiones. Toda la Iglesia está animada por el Espíritu Santo, desde sus Pastores hasta cada uno de los bautizados, conforme a la misión o función que les corresponda. Esa animación incluye una presencia activa que debe ser particularmente atendida por quienes tienen que discernir sus inspiraciones y aplicarlas. Es ésta la responsabilidad de quienes ejercen el servicio de la autoridad. Su misión es discernir y aplicar, es decir, descubrir cuál sea la voluntad de Dios, obedecerla y hacerla obedecer. Para conocer la voluntad de Dios necesitamos estar pendientes de Cristo – de su palabra – y del poder de su gracia.  

10.-     La vida de fe consiste en estar con Jesús.   Para ello es imprescindible descubrir, como los discípulos de San Juan Bautista, donde está Jesús y quedarnos con Él: “Al día siguiente, estaba Juan otra vez allí con dos de sus discípulos y, mirando a Jesús que pasaba, dijo: Este es el Cordero de Dios. Los dos discípulos, al oírlo hablar así, siguieron a Jesús. Él se dio vuelta y, viendo que lo seguían, les preguntó: ¿Qué quieren? Ellos le respondieron: – Rabbí que traducido significa Maestro – ¿dónde vives? Vengan y lo verán, les dijo. Fueron, vieron donde vivía y se quedaron con él ese día. Era alrededor de las cuatro de la tarde”. (Juan 1, 35-39) Nuestra vida de fe consiste en “estar con Él“. Si no nos atrevemos, como aquellos discípulos, a preguntarle y seguirlo, no llegaremos a ser auténticos creyentes. ¿Cómo habrán transcurrido aquellas horas – hasta las 4 de la tarde – para abrir un camino discipular en pos del Mesías anunciado por Juan? Queda librada nuestra reflexión al silencio pobre y humilde que adoptemos. Necesitamos estar con Él largamente, sin otra intención que saber cómo está Él entre nosotros. La fe, y únicamente ella, hace posible ese conocimiento. Así lo obtuvieron María y José, María de Betania y los Apóstoles.

11.-   Por la fe, el pecador es justificado, no por la Ley.   “Es evidente que delante de Dios nadie es justificado por la Ley, ya que el justo vivirá por la fe (Gálatas 3, 11) Lo aprendieron los primeros seguidores de Jesús. El destacado exponente de esta doctrina es un gran convertido: San Pablo. La justificación viene por la fe y no por la Ley. En la parábola del fariseo y del publicano Jesús lo expresa de una manera inequívoca. Al cumplidor meticuloso de la Ley, que se considera superior a los demás hombres, también a ese pobre publicano arrepentido, no le alcanza la Ley para su justificación. Es oportuno meditar la parábola (Lucas 18, 9-14). La gracia de Dios, a la que se accede por la fe, es la que santifica a los pecadores, apenas se reconozcan tales y transformen la humillación de haber pecado en la humildad que atrae la predilección de Dios. En la parábola mencionada Jesús cierra su enseñanza con una sentencia: “Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado”. (Lucas 18, 14)

12.-   La humildad del pecador arrepentido.   La fe, confirmada su eficacia en el transcurso de la historia, no resulta digerible para un número alarmante de contemporáneos. El pedido de María a los santos pastorcitos de Fátima se refiere a la conversión de los pecadores. Se entiende una nueva perspectiva de vida, iniciada y desarrollada en la humildad del publicano y opuesta a la soberbia del fariseo engreído y legalista. El humilde obtiene una sensibilidad espiritual especial para el discernimiento de la verdad, en medio del engaño, del error y del envanecimiento causado por relampagueantes éxitos temporales. Lo que hoy es un triunfo clamoroso, muy pronto se convierte en un ocaso “sin pena ni gloria”. Jesús habla de un Libro de la Vida, en cuyas páginas no estarán inscritos algunos nombres aquí famosos y, en cambio, hallarán su lugar de privilegio muchos marginados, hasta despreciados, en una sociedad que premia a los delincuentes y castiga a los honestos. La humildad es virtud básica para la práctica de todas las virtudes, e introduce – por la fe – en el Reino de Dios.  También es condición indispensable para ejercer un liderazgo genuino al servicio de la verdad y del auténtico orden social. ¿Por qué la fe ejerce un tal particular influjo en valores como la autoridad y la obediencia? Porque introduce a los miembros de una comunidad en una dimensión donde es posible vivir en la Verdad.

13.-   Medios para la escucha de la Palabra y la obediencia.   Es allí donde la Palabra de Dios – Cristo – elimina el pecado e identifica – al receptor de la gracia – consigo mismo, el “Santo de Dios”. Para entenderlo debemos acceder a las enseñanzas de Cristo, que la Iglesia tiene el deber y la gracia de transmitir. Todo tiempo es propicio para ello. Basta celebrar conscientemente el Misterio de la fe para que se produzca el cambio, o la transformación, que denominamos “conversión”. A partir de ella se inicia un camino directo a la santidad. Los temas elegidos, observados bajo el prisma de la fe, nos ofrecerán la ocasión de complacernos en la Verdad Revelada. Dios inspira su voluntad – sus hijos deben acatarla – transmitida a través de signos visibles y audibles, seleccionados para ello. Esos signos conforman palabras, acontecimientos y personas investidas de legítima autoridad. La suprema autoridad es ejercida por Dios. Es preciso que todos la escuchemos para constituirla en nuestra norma de vida. Todos son “todos” – Pastores y fieles, hombres y mujeres, grandes y chicos, sabios e indoctos – sin que nadie se crea eximido de su obediencia. La felicidad es su resultado final. Para ello es impostergable responder a la pregunta: ¿Cómo conocer la voluntad de Dios para hacerla objeto de nuestra incondicional obediencia?

14.-   Velar es atender la Palabra inspiradora.   Ya hemos hablado de los medios elegidos por el mismo Dios, e identificados oportunamente. Prestarles toda nuestra atención es el deber que nos corresponde. Recordemos la escena de Getsemaní: “Entonces les dijo: “Mi alma siente una tristeza de muerte. Quédense aquí, velando conmigo”. Y adelantándose un poco, cayó con el rostro en tierra, orando así: “Padre mío, si es posible, que pase lejos de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad sino la tuya”. (Mateo 26, 38-39) La actitud atenta a la inspiración divina es la que debe primar en la búsqueda de la voluntad del Padre. El pedido del Maestro suena más a súplica fraterna que a un mandato del jefe a su tropa: “Quédense aquí, velando conmigo”.  Es aquí cuando debemos incorporar a nuestra reflexión un elemento bíblico de particular significado. Me refiero a Pentecostés. Desde entonces el Espíritu Santo será el inspirador de la voluntad divina, y quien aliente a obedecerla hasta el fin. Jesús, ya glorificado, envía el Espíritu que “probará al mundo dónde está el pecado, dónde está la justicia y cuál es el juicio”. (Juan 16, 8) La vida cristiana depende de la animación e inspiración de ese Divino Espíritu. Lamentablemente se ha descuidado mucho cultivar la devoción al Espíritu, presente en la Iglesia y en cada uno de los bautizados. En el tema que nos ocupa no podremos prescindir de Él. Esta es la ocasión. La autoridad y la obediencia se interrelacionan. La autoridad cuenta con la virtud de la obediencia, y ésta con el servicio humilde de la autoridad. El garante de ambas virtudes es el Espíritu de Dios. Su práctica constituye una perseverante actitud de dependencia u obediencia.

15.-   Una doble acción divina.   Animación e inspiración se interrelacionan: abren el paso a un conocimiento cierto de la voluntad de Dios. Esa doble acción divina tiene como ejecutores a todos los miembros de la Iglesia, conforme a la misión y función que se les haya encomendado. Responde a  la convicción de que el Espíritu Santo es quien anima a la Iglesia toda – a todos sus miembros – y, por lo mismo, Quien conforma a los bautizados con la voluntad del Padre.  A partir del Bautismo todo confluye en la armonización del ejercicio de la propia libertad con la voluntad divina. Su consecuencia inmediata es la paz. Para dicha armonización se requiere el conocimiento de que Dios tiene un plan, que debe ser cumplido con fidelidad.  Es aquí donde juegan, las diversas misiones y funciones, sus respectivos roles: la autoridad que, asistida por la gracia del mismo Espíritu, debe discernir lo que Dios quiere de la comunidad, y la misma comunidad – de la que es parte quien ejerce la autoridad – que debe acatar con amor lo convenientemente discernido como voluntad del Padre. Es momento de preguntarnos: ¿cómo lograrlo?

16.-   Autoridad y obediencia.   Quienes deben desempeñar el gobierno de la comunidad necesitan escuchar al Espíritu mediante sus legítimos testigos. Se requiere, para ello, el sistema de escucha que corresponda. Todos los integrantes de la comunidad están animados por el Espíritu y son constituidos en sus testigos. A través de un diálogo fraterno, todos serán urgidos a poner al servicio de la autoridad la propia y humilde opinión. Quien ejerza el servicio de la autoridad – y en ella de la misma comunidad – tendrá que escuchar al Espíritu en las diversas y, a veces, contradictorias opiniones. Difícil la misión de quien deba ocasionalmente gobernar. Tendrá que alistar su propio parecer entre las opiniones de sus gobernados, defenderlo con el ardor con que los otros defienden los suyos. Se le exigirá no imponer lo que piensa sino examinarlo todo y, contando con la infaltable gracia de estado, escoger lo que Dios quiere, aunque contradiga su personal parecer. Los Apóstoles declaran ante los sanedritas, que intentan acallar su testimonio, que su deber era obedecer a Dios ante que a ellos: “Pedro y Juan les respondieron: Juzguen si está bien a los ojos del Señor que le obedezcamos a ustedes antes que a Dios. Nosotros no podemos callar lo que hemos visto y oído”. (Hechos 4, 19-20)

17.-   Saber escuchar con humildad a los testigos del Espíritu.   Cierta vez fui confidente de un nuevo Obispo que intentó fundamentar el pedido de un sacerdote que lo acompañara, con el fin de consultar y asesorarse. La respuesta de su antiguo Obispo lo sorprendió hasta el estupor: “Usted está equivocado monseñor, el obispo sólo consulta al Espíritu Santo”. Respondía a una vieja e insostenible concepción eclesiológica. También, a quien debe gobernar, el Espíritu Santo le revela su voluntad mediante las opiniones humildes y francas de los miembros de su comunidad. No existe un hilo directo que lo exima de su deber de discernir, evaluando los diversos y legítimos testimonios de sus hermanos. Para ello se debe promover el diálogo, animado por la fe y la oración. En esas condiciones se producirá un clima favorable en el que la gracia del Espíritu fluirá con absoluta libertad. La base imprescindible para el logro de este clima es la humildad. Humildad para no desatender los testimonios más simples, de donde vinieren; humildad para jugar el rol que corresponda en la aportación y en el discernimiento; humildad para aceptar con generosidad la decisión a que se arribe, de acuerdo o desacuerdo con el testimonio personal de quien desempeñe ocasionalmente la autoridad.

18.-   No confundir la voluntad de Dios con la propia.   Se corre el riesgo – a veces – de confundir el propio capricho intelectual con la voluntad de Dios. Quien ejerce autoridad debe, con sus súbditos, obedecer lo que Dios quiere, aún contra  su personal y legítima opinión. En eso consiste el “discernimiento”, como ejercicio del conocimiento y aceptación de la voluntad de Dios, entre las diversas alternativas y formulaciones, libre y humildemente aportadas. Muchas de ellas gozarán de argumentos sólidos y de un estilo muy elocuente, pero, su veracidad no depende de la habilidad intelectual de sus expositores. Los signos que acreditan su procedencia divina son simples, con frecuencia desechados por los poderosos de este mundo: “En aquel momento Jesús se estremeció de gozo, movido por el Espíritu Santo, y dijo: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Si, Padre, porque así lo has querido”. (Lucas 10, 21)La verdad es lo que Dios quiere y revela con signos “culturalmente” pobres. La Historia de la Salvación abunda en expresiones desechadas por la sociedad. La más fuerte es la Encarnación y Nacimiento del Hijo de Dios. Precisamente el ángulo más humilde y oscuro de la historia, y de la tierra, fue escogido por Dios para que su Hijo divino iniciara y concluyera la obra de la Salvación de los hombres.

19.-   Jesús, modelo de humildad y obediencia.   Cuando Jesús se refiere a la práctica evangélica de la autoridad destaca que su base es la humildad: “Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el quiera ser el primero, que se haga servidor de todos. Porque el mismo Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate de una multitud”.  (Marcos 10, 43-45) Esta enseñanza sucede a la de la autoridad, y la fundamenta. Siempre se destacan, en el relato evangélico, la humildad y la fe como base del comportamiento cristiano. Su modelo principal es Cristo. En su relación con sus discípulos se manifiesta profundamente humilde y obediente a su Padre. Así se mueve entre los graves obstáculos interpuestos por quienes debían reconocer – en Él – el cumplimiento de las profecías. Enseña lo que sabe: discernir la voluntad de su Padre y obedecerla de inmediato. Nuestra fe es obediencia, precedida por el discernimiento de la divina voluntad, empleando los medios consagrados por el mismo Señor, para ello: la escucha humilde del Espíritu, que se manifiesta en las opiniones de los hermanos y en los signos de los tiempos.

20.- La importancia del diálogo fraterno.   Para introducirse en ese espacio, donde Dios reúne a los suyos, se requiere poner en cuestión las personales opiniones, sin dejar de ofrecerlas con honestidad y valentía. Supone un comportamiento que incluye despojo o pobreza y disponibilidad a hacer la voluntad del Padre. El discernimiento incluye un juego virtuoso para identificar la verdad – lo que Dios quiere – venga de donde venga. Es acertado y prudente aunar los aportes de los miembros de una comunidad para una nueva formulación, de tal modo que nadie vuelva a lo suyo con lo que trajo sino con el fruto nuevo y fresco del diálogo fraterno. Quien haya recibido el encargo de coordinar a sus hermanos, debe aportar el discernimiento final, aunque nunca definitivo, que todos – incluso el mismo coordinador/a – deben acatar con ánimo generoso. Obedecer a Dios es la meta propuesta por el mismo Jesús: “No son los que me dicen: Señor, Señor, los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre que está en el cielo”. (Mateo 7, 21)

21.-   Las diversas opiniones y la decisión final.   La mejor disposición para el diálogo, en vista al intercambio de las diversas opiniones (en el seno de una comunidad), es fortalecer la dimensión de la fe. Se logra mediante la lectura piadosa de la Escritura y la aceptación respetuosa de la Doctrina impartida por la Iglesia. Trasciende el exclusivo estudio y se vuelve a la vida cotidiana tal como se da en la realidad: con sus tensiones, esperanzas y contradicciones; con sus enormes desafíos y las respuestas a los mismos. Sin duda los cristianos, todos, deben empeñarse en adquirir o recuperar lo que esencialmente los define ante el mundo. Me he referido a la fe, pero, debo insistir en los medios que conectan a los creyentes con la gracia de Cristo. Son los que habitualmente se descuidan, con el inexorable debilitamiento de la fe, virtud necesaria para que la gracia de Cristo fluya. En la práctica sacramental, que el Espíritu Santo fecunda sobrenaturalmente, se imponen la oración, la reconciliación y la Eucaristía. La fe, así alimentada, requiere, como base de sustentación, la constante meditación de la Palabra – en sus diversas y legítimas expresiones – y la humilde e inmediata obediencia a la misma. Esto es básico. Exigirá que, todos los días, el creyente se examine y se enmiende, si acaso ha descuidado esa necesaria práctica.

22.-   La autoridad y obediencia y toda la vida cristiana.   Lo que hemos reflexionado, refiriéndolo al tema puntual de la “autoridad y obediencia”, interesa a toda la vida cristiana y a sus legítimas expresiones. El Padre, por Jesús, escoge mediaciones para revelar su voluntad. La Iglesia, y quienes la sirven representándola, constituye la mayor instancia para acceder al conocimiento de la voluntad de Dios y recibir sacramentalmente la gracia que hace posible su cumplimiento. Nos corresponde dar gracias por este don. La Vida Consagrada está en medio del torrente de gracia que conduce a la santidad, por la obediencia al Padre. Me impacta la afirmación de Jesús, al manifestar que su familia está compuesta por quienes hacen la voluntad de su Padre: “Estos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre”. (Mateo 12, 49-50) ¡Qué importante es la obediencia a Dios en el camino de la regeneración y de la santidad! El acercamiento a ella incluye un ritmo propio que se produce cuando se da el discernimiento y la aceptación del mismo. Los primeros pasos de la Iglesia apostólica están inspirados por el sometimiento a la voluntad del Padre. Cristo resucitado encabeza un Cuerpo que vive de la savia sobrenatural procedente de Él y que distribuye por el Don del Espíritu Santo.

23.-   Principal tarea para todo cristiano.   Desde la fe, el clima propicio para el diálogo debe contener una práctica fuerte de la reflexión y de la oración. Se logra en momentos extraordinarios, como en las Asambleas eleccionarias, pero debe abarcar toda la vida del creyente. Someterse a la inspiración del Santo Espíritu constituye la tarea irreemplazable en la vida del cristiano. La oración que Jesús enseña a sus discípulos – el “Padre Nuestro” – lo expresa claramente: “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. En el momento desgarrador de Getsemaní la hará propia: “que no se haga mi voluntad sino la tuya”. Esa decisión de humilde sometimiento a la voluntad de su Padre supone haber solicitado su identificación. El entendimiento humano, ilustrado por la fe, se conforma – al tener conocimiento que todo aquello es de Dios – al Padre que lo ama y a Quien ama hasta el don de su propia vida. Cristo – el Emmanuel – es modelo que nos invita a creer. 24.-   Los testimonios de María y José.  Antes de concluir las invito a prestar atención a un modelo admirable de fidelidad. Me refiero a la Santísima Virgen María, Madre de Dios y nuestra. En ella – también en su esposo San José – se destaca la fidelidad a Dios, puesta a prueba en las más riesgosas situaciones. ¿Cuál es el fundamento de la fidelidad? El amor. Amor y fidelidad se identifican conceptualmente. Si no se los entiende así, no se los entiende en absoluto. El amor a Dios, primer mandamiento, se concreta en la obediencia estricta a su santa voluntad: “Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos” (Juan 14, 15). María y José muestran cuál debe ser el procedimiento a observar: Discernir la voluntad divina mediante la evaluación de las opiniones de quienes son sus naturales testigos, algunos particularmente calificados.      De inmediato, sin dilaciones, obedecer, o como afirma reiteradamente Jesús: “hacer la voluntad del Padre”.