(La ciencia teológica al servicio de la evangelización, de la pastoral y de la espiritualidad).

6 de marzo de 2017

1.- Reflexión inicial. Me han solicitado una reflexión, con motivo de la iniciación de las clases, que ayude a situar el esfuerzo académico del presente año 2017 en el espacio propio de las asignaturas que ustedes deberán cursar, especialmente la teología. Lo haré sin pretensiones de especialista en el tema. Hace cincuenta años, un formador del Seminario de Buenos Aires, me pidió que predicara Ejercicios Espirituales a un curso de jóvenes seminaristas, prontos a iniciar el ciclo teológico. En esas circunstancias recibí una fraterna y respetuosa advertencia: “No les hables difícil que no saben teología”. Procuré ceñirme a esa gentil indicación. Al final del retiro, uno de ellos me expresó espontáneamente: “Yo creí que la teología cerraba mi formación intelectual para el sacerdocio como una condición o un requerimiento establecido por la Iglesia. Nunca imaginé que pudiera ser tan importante para el ejercicio del ministerio sacerdotal y para la vida espiritual del sacerdote”. Sentí el gozo de quien había pegado en el clavo y, al mismo tiempo, disipado el temor de aquel buen formador.

2.- La “vida teológica” de los santos (Hans Urs Von Balthasar). Muchas veces me he preguntado por qué los escritos de los santos tienen más perdurabilidad que los de los teólogos de oficio, si no son santos. Recordemos el testimonio escrito que nos han dejado tres Santas Doctoras de la Iglesia: Santa Teresa de Ávila, Santa Catalina de Siena y Santa Teresa de Lisieux. Sus escritos no sólo perduran por siglos sino que, misteriosamente, se constituyen en una fuente inagotable de inspiración para los mismos teólogos de metiere (de oficio). Esas experiencias, cuidadosamente consignadas por escrito, poseen un vigor sobrenatural que conduce a la conversión y a la santidad. No ocurre lo mismo con algunos tratados, de gran erudición teológica. Santa Teresita confesaba que, aún los mejores, le producían “dolor de cabeza”, “excepto el Evangelio”. Yo diría: excepto la Palabra simple y llana, como la Iglesia la reconoce y confirma mediante su Magisterio. No quisiera que consideren lo que digo como desestimación de la teología como ciencia, a la que ustedes deben dedicar este año académico. Al contrario. Mi propósito es que se enamoren del contenido de la misma: Dios Uno y Trino, la Cristología y la Eclesiología, incluyendo, como lo hace Lumen Gentium (cap. 8), la Mariología. En síntesis, me refiero a Dios que se revela a los hombres, se encarna para redimirlos del pecado y les muestra su semblante de Padre misericordioso. El sacerdote, como ministro de la Palabra, necesita conocer, desde una experiencia personal, lo que predica.

3.- Los Apóstoles y Pablo. Así lo hicieron los Apóstoles y quienes aprendieron de ellos. Pablo, no siendo de los Doce y, por lo tanto, lejos de ser testigo directo de la Resurrección, es constituido en Apóstol, frente a las puertas de Damasco, mediante la aparición de Jesús, a Quien odiaba y perseguía sin conocer. A partir de entonces Pablo se convertirá en un modelo excepcional de creyente, que recoge – en la fe – el testimonio de los Doce y lo transmite en el ejercicio de su singular ministerio entre los gentiles. Sus Cartas y su predicación responden al conocimiento que adquiere de Jesucristo, por la contemplación continua, y que, transmite con fidelidad por el ministerio de la Palabra. En su Nombre, e ilustrado interiormente por Él, Pablo organiza las Iglesias de la gentilidad, a las que su ministerio apostólico engendra y, con solicitud constante, gobierna. El Papa Benedicto, que ha establecido un año de la fe, también ha propuesto a Pablo como modelo de convertido. Constituye una urgencia de enorme actualidad ejercer el ministerio sagrado recorriendo el itinerario espiritual de aquellos modelos. El estudio de la ciencia teológica se constituye en un aspecto imprescindible de la formación para el sacerdocio. Desde esta perspectiva ofrezco mi humilde reflexión.

4.- Dimensión espiritual de la teología. La ciencia teológica está inmersa en la espiritualidad cristiana, y la promueve. Encuentra en ella la dimensión que corresponde a su pleno desarrollo. Se produce una interacción: la fe, que crea el espacio existencial propicio para la vivencia del Misterio cristiano, y la teología que, como ciencia de la Palabra de Dios, se pone al servicio necesario del crecimiento y desarrollo de la misma fe. De allí se concluye que la fe es el presupuesto necesario para la obtención de la ciencia teológica. El teólogo es un creyente o la “teología”, que pretende estudiar, decae en una antropología agnóstica, con recursos que terminan reduciéndola a una mera enciclopedia. El estudio de la teología que emprende un creyente, debe favorecer su vida de fe y el servicio o función que le corresponda en la Iglesia y en el mundo. El Ministerio Apostólico, ejercido hoy por el Obispo, sus presbíteros y diáconos, es un quehacer esencialmente teológico. La teología sistemática se convierte necesariamente en una teología pastoral e incluye, como base, una teología bíblico-espiritual. Hace más de cincuenta años consulté a un teólogo belga, con el propósito de diseñar un curso de teología pastoral para el Seminario de Buenos Aires. Su respuesta no pudo ser más oportuna y clara: “Toda la teología debe ser pastoral”.

5.- No conoce a Dios quien no lo ama. En la ciencia teológica no basta la acumulación de muchos conocimientos, es preciso introducirse en el Misterio de Dios, como se revela a los hombres en la Encarnación del Verbo. La teología orienta los esfuerzos académicos al conocimiento de Dios, únicamente accesible a quienes, por la fe, lo aman – “Porque Dios es amor” – (1 Juan 4, 8). Esto indica que a Dios no se lo conoce (no se posee una verdadera ciencia de Él – “Theos-Logos” -) si no se lo ama. Esto cambia la perspectiva de los estudios teológicos. Así lo entendieron aquellos jóvenes seminaristas que dejaron de calificar a la teología – a partir de entonces – como una condición, a veces de difícil asimilación intelectual, que la Iglesia exigía para ser admitidos a la Ordenación sacerdotal. Recordemos las dificultades que debió sortear el Santo Cura de Ars, hasta ser eximido de la estricta disciplina escolástica del Seminario de Lyon, gracias a la intervención providencial de su párroco y de la comprensión del Vicario General de la Arquidiócesis de Lyon. Vianney no logró superar las mínimas exigencias de aquel severo sistema académico y fue separado del Seminario. No poseía, según aquellos superiores, la menor chance de obtener los rudimentos de la filosofía y de la teología para acceder al sacerdocio.

6.- La “teología” que es preciso estudiar y aprender. En una actitud más evangélica que canónica, no pensaron de la misma manera aquel santo párroco (P. Balley, Cura de Ecully) y el Vicario General, a cargo del Gobierno de la Arquidiócesis: Mons. Courbon. Gracias a ellos Vianney pudo superar satisfactoriamente los exámenes, en un lugar menos intimidatorio que el Seminario de San Ireneo. ¿Qué teología aprendió San Juan María Vianney para ser considerado apto y recibir la ordenación sagrada? No ciertamente la teología sistemática que se dictaba en aquellas eminentes aulas del Seminario de Lyon. La ciencia de Dios que aprenden los santos – ilustrados o analfabetos – es la que poseía Vianney, y que sabrá transmitir óptimamente mediante el ejercicio del ministerio sacerdotal. Su vida de santidad es la prueba fehaciente de su conocimiento de Dios y, sin duda, de su capacidad de transmitirlo (mediante la predicación y la celebración de los sacramentos) para la conversión de los pecadores y la santificación de los bautizados a él confiados. Para emprender o proseguir el estudio de la teología – y de su noble sierva: la filosofía – se requiere poner esta base necesaria.

7.- La fe y la integración de los datos revelados en la Escritura y en la Tradición. Según el Diccionario de la Real Academia Española, “teólogo” es la persona que se dedica, de manera profesional, al estudio de la teología – de “metiere” o de oficio – mediante un método científico que favorezca la integración de los conocimientos racionales y de los datos revelados. Pero, distinguiéndose de toda otra ciencia, la teología se inspira esencialmente en los “datos de la Divina Revelación.” Es decir: se nutre de la Escritura y de la Tradición. Para ello requiere, como condición indispensable, el ejercicio de la fe a quienes la abordan. “A Dios no se lo conoce si no se lo ama” afirmábamos y, siguiendo al Apóstol y evangelista Juan: “El que dice: Amo a Dios, y no ama a su hermano es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve?” (1 Juan 4, 20) En consecuencia, sólo el amor a Dios y al prójimo capacita para abordar en serio el estudio de la teología. Si la santidad consiste en la práctica de la caridad – el primer mandamiento – podemos concluir que quien lo observa fielmente (y sólo él) conoce a Dios y puede transmitir ese conocimiento; pero, como lo estableció Jesús y expresó proféticamente San Juan Pablo II: “El mundo espera de los cristianos el testimonio de la santidad” (A los Cardenales, año 2001). Esta reflexión viene al caso ya que, como parte integral de la formación al sacerdocio, la teología forma pastores del Pueblo de Dios. Los prepara para ser transmisores y animadores de la adhesión creyente a Cristo resucitado en las comunidades a ellos confiadas. Para ello su testimonio es imprescindible: “Pero recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra”. (Hechos 1, 8).

8.- La teología al servicio de la fe. Queda manifiesta la intención del Señor en la elección de los Apóstoles y en las enseñanzas impartidas personalmente por Él, durante los tres años de convivencia con ellos. Aquellos hombres aprenden entonces a ser fieles a su Señor y Maestro: aprenden de Él, lo aprenden a Él y aprenden con Él a ser fieles al Padre y a someterse incondicionalmente al Espíritu Santo. Un aprendizaje que ellos transmitirán como experiencia de vida, y que regirá a todos los cristianos, conforme a la misión particular que les corresponda. El tiempo de Seminario incluye, principalmente, este aprendizaje apostólico, en el que los estudios, sobre todo la teología, constituyen un todo con la formación humana, espiritual y pastoral. Pero, sin duda, es más un proceso de fe que un método científico. Después de la Resurrección, en las diversas apariciones, consignadas por los evangelistas, el Señor enseña a sus discípulos a creer, mediante la correcta lectura de los signos, que Él mismo escoge, para manifestar su divinidad. Es entonces cuando pone en actividad su poder redentor: “Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra”. (Mateo 28, 18) Aquellos discípulos, destacándose entre ellos los Apóstoles, manifestarán con su vida de santidad el poder del Resucitado (serán sus testigos). Es la misma gracia del Evangelio: “Yo no me avergüenzo del Evangelio, porque es el poder de Dios para la salvación de todos los que creen”. (Romanos 1, 16)

9.- La vivencia de la fe es un martirio. Por lo tanto, el ejercicio del ministerio apostólico, hoy desempeñado por los obispos, con la participación de los presbíteros y diáconos, incluye una exigencia ineludible: ser testigos. Dar testimonio del poder del Redentor es proclamar, mediante una vida fiel a la acción santificadora de su Espíritu, el llamado a la conversión o a la obediencia de la fe: “Este es el misterio que, por medio de los escritos proféticos y según el designio del Dios eterno, fue dado a conocer a todas las naciones para llevarlas a la obediencia de la fe”. (Romanos 16, 26) ¡Grave ministerio el nuestro! Que compromete toda la vida, hasta el martirio, si se diera. De todas formas “vivir de la fe” como lo recuerda con énfasis San Pablo, es un verdadero martirio, o confesión del Misterio cristiano en medio de las contradicciones y persecuciones de un mundo hostil o ajeno. Recuerdo que uno de mis coetáneos – todos ya fallecidos – confesaba que estudiaba “De Verbo Incarnato” puesto de rodillas. Creo que toda la teología debiera estudiarse “de rodillas”. No me refiero, sino simbólicamente, a la oración que se formula desde un reclinatorio. Si la teología, para asimilarla como es debido, supone la vivencia de la fe, también incluye un estado de contemplación, sostenido y nutrido en tiempos fuertes. La historia de la Iglesia exhibe ejemplos destacables: Padres de la Iglesia como San Agustín y San Ambrosio; admirables Doctores como Santo Tomás de Aquino, San Alberto Magno, San Buenaventura, el Beato Duns Scoto etc… en quienes la actividad contemplativa llegó a superar la excelente y genial actividad intelectual, hasta el extremo de considerar la segunda – comparada con la primera – muy pobre e inexpresiva.

10.- El ámbito propio de su aprendizaje es la oración. Quiero cerrar esta reflexión refiriéndome a la oración como ámbito de fe, en el que Dios ejecuta su exclusiva obra de santificación. Nadie se hace santo, Dios hace a los santos. Corresponde al creyente aceptar dócilmente la acción del Espíritu Santo, Artífice único de la santidad, mediante la obediencia de la fe. La práctica de la oración, por lo mismo, no constituye una instancia disciplinaria, es el alma de la formación para el sacerdocio. Es en ella donde el Señor forma el temple de quienes recibirán, con la Ordenación sagrada, la misión de ser pastores del Pueblo de Dios. Durante siete años – más o menos – deberán concretar el mismo aprendizaje, al que, bajo la conducción directa y personal de Jesús, se sometieron los Apóstoles. Consistió entonces en una verdadera “teología” o etapa teológica, cuyo objeto de investigación, en términos científicos, era Dios mismo, en su Verbo Encarnado. El método empleado por el Divino Maestro es la “convivencia”: “Él se dio vuelta y, viendo que lo seguían, les preguntó: ¿Qué quieren? Ellos le respondieron: Rabbí, – que traducido significa Maestro – ¿dónde vives? Vengan y lo verán, les dijo. Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él ese día”. (Juan 1, 38-40) Es oportuno leer todo el párrafo: Juan 1, 35-51. Es entonces, en un diálogo familiar intenso, cuando aquellos hombres conocen y aman a Dios, conociendo y amando a su Hijo divino encarnado. Contemplándolo a diario en su relación con el Padre – y con ellos mismos – aprendieron a ser hijos y hermanos. Ese aprendizaje culmina en las diversas apariciones del Señor resucitado. Durante las mismas aprenden a leer correctamente los signos que su glorioso Maestro escoge para ser reconocido por quienes lo siguen, y para manifestarse como causa de salvación: “De este modo, él alcanzó la perfección y llegó a ser causa de salvación eterna para todos los que le obedecen, porque Dios lo proclamó Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec”. (Hebreos 5, 9-10) Por la fe accedemos hoy a una relación discipular con Jesucristo y Él, por el don de su Espíritu, nos introduce en el conocimiento y amor de su Padre: “Felipe le dijo: “Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta”. Jesús le respondió: “Felipe, hace tanto que estoy con ustedes, ¿y todavía no me conocen? El que me ha visto, ha visto al Padre. ¿Cómo dices: “Muéstranos al Padre”? (Juan 14, 8-9)

11.- Testigos de la santidad sacerdotal. Es preciso crear un clima de oración, que reproduzca la convivencia aquella, de los discípulos con el Maestro. De esa manera, mediante la escucha de su enseñanza (su palabra) y de la oración contemplativa, podrán hoy aprender lo que deban enseñar mañana. Con el estímulo ejemplar de los Santos Apóstoles y de tantos pastores santos, como el recién canonizado: San José Gabriel del Rosario Brochero, Santo Patrono del Clero argentino, no pueden ustedes equivocar el camino. Termino recordando, librado a mi frágil memoria, una de las últimas entrevistas concedida a la TV por el Cardenal Martini, ya anciano de 84 años, y atacado por el implacable mal del Parkinson. Le preguntaron qué aconsejaría a un nuevo Papa en la actual situación – muy complicada – del mundo. No olvidaré aquella sabia respuesta: “Que escoja, de los diversos ambientes, doce Santos y gobierne con ellos la Iglesia”. En definitiva, es adoptar el comportamiento del mismo Jesús, quien elige doce hombres – excluido Iscariote e incluido Matías – los santifica y les confía el impulso inicial y el gobierno de su Iglesia. El principal de ellos: Pedro, debe rendir un examen poco académico para ser constituido, en su Nombre, Pastor Supremo de la Iglesia: el amor a Cristo, generoso e incondicional: “¿Me amas más que estos?” (Juan 21, 15). Cristo confió a los Santos Apóstoles la conducción de la Iglesia. El lúcido y venerable Cardenal Martini tenía razón.