El perdón de los pecados

Encuentro del Instituto Secular “Fraternidad Franciscana”

Febrero 2021

1.- Introducción. El tema que hemos decidido abordar está vinculado con el de la misericordia. La Encarnación del Hijo de Dios tiene como meta la revelación de la Misericordia divina y, en consecuencia, el ofrecimiento del perdón al mundo sumido en el pecado. Reflexionaremos sobre el perdón como forma de vida, o concreción de una novedad que toma la esencia de la persona humana y la recalifica. El pecador perdonado es un ser cualitativamente distinto del que había sido, a causa del trágico acontecimiento del mal cometido. El perdón de Dios, que Cristo hace efectivo con su propia Muerte, es un acto entrañable de amor. No es una mera sentencia absolutoria; si así lo entendimos, no logramos comprender en qué consiste el perdón. La obra del pecado – original y personal – es devastadora. Ha producido la “muerte-muerte” que únicamente Cristo vence con su muerte en Cruz. El Cordero de Dios “que quita el pecado del mundo” es el mismo Dios que ofrece el perdón regenerador a un mundo humanamente desahuciado.

2.- El amor de Dios hace que nos perdonemos. Dios ha decretado el perdón, que devuelve la Vida, como reacción suya ante el pecado, al que el mundo se mantiene adicto con maléfica obstinación. Cristo es su vencedor y quienes viven en Él se constituyen en testigos y promotores de esa victoria. La obstinación en el pecado, por parte de los auto calificados cristianos, es un anti testimonio que escandaliza y aleja al mundo del Evangelio. Es aquí donde se entiende la expresión atribuida a Gandhi: “No soy cristiano por culpa de los cristianos”. El testimonio de santidad es un deber ineludible, que identifica a todos los miembros de la Iglesia, tanto consagrados como laicos. En la oración dominical – el Padre Nuestro – está expresado el valor único del perdón: “perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Como el amor a Dios exige amarnos mutuamente, también el perdón divino – que no es más que el amor de Dios – nos obliga a perdonarnos mutuamente. San Juan afirma que la declaración de amor a Dios sin amar a nuestros hermanos, es una deplorable impostura: “El que dice: “Amo a Dios”, y no ama a su hermano, es un mentiroso”. (1 Juan 4, 20) Por lo mismo, el que niega su perdón a quien lo haya ofendido, se inhabilita a ser perdonado por Dios. Se concluye que el amor, como cumplimiento de toda vocación humana, se expresa necesariamente en el perdón acordado a “los deudores”. Dios, en nuestra actual situación, nos manifiesta su amor perdonando nuestros pecados; perdón que se hace efectivo cuando perdonamos a quienes nos ofenden.

3.- Somos pecadores, Dios nos ofrece su perdón. Estas conclusiones, extraídas del Evangelio, requieren que nos detengamos a pensar. Para ello, es preciso partir de una conciencia clara de nuestra condición de pecadores. Al arribar a ella, mediante un examen humilde y sincero, advertimos la necesidad – que nos urge – de ser perdonados. Dios nos ofrece su perdón, de forma insólita e inexplicable: mediante la Encarnación de su Hijo. Incluye hacerse uno más entre los hombres, exceptuado el pecado. El punto de convergencia de esa encarnación es el juicio inicuo al que es sometido y su muerte en la Cruz. Pasando por ella, Cristo vence al pecado y a la muerte, en el momento prodigioso de la Resurrección. Sus testigos – todos los cristianos, (sobre todo los consagrados) – deben conformarse espiritual y psicológicamente con la fe, en la práctica del perdón. Es una condición imprescindible para entender el mensaje evangélico. El clima cultural y social que nos envuelve hoy no reconoce, ni entiende, la presencia perniciosa del pecado y la necesidad de ser perdonados por Dios. El Venerable Papa Pio XII afirmó en una oportunidad: “El mundo ha perdido el sentido del pecado”. La recuperación, u obtención de esa conciencia supone un gran esfuerzo ascético, asistido por la gracia.

4.- Reconocimiento del pecado como mal a curar. El perdón, como auténtica sanación espiritual, requiere, por parte del pecador, el reconocimiento del pecado como mal a eliminar. El adicto al alcohol o a la droga, inicia su recuperación al reconocer, humildemente, que es un enfermo. El reconocimiento humilde del pecado señala el comienzo de su eliminación. El impulso inicial hacia la santidad consiste en el reconocimiento de la situación de pecado, que Dios quiere y se propone cambiar. Para ello es preciso considerar el perdón de Dios como un acto de amor paterno. Jesús lo ilustra con la bella parábola del hijo pródigo. El joven dilapidador de la porción de herencia que le corresponde, vuelve – arrepentido y humillado – a su padre; no pretende reinstalarse en la casa familiar como hijo sino como un simple empleado. El relato de esa parábola, revela los sentimientos de ternura que dominan el corazón de aquel padre, dispuesto a olvidar la irresponsabilidad e ingratitud del hijo. No hay reproches ni amenazas de castigos sino gozo y fiesta por el feliz regreso. El perdón se expresa en el abrazo y beso del padre conmovido. Por el perdón Dios quiere recuperar el amor de su hijo y devolverle su lugar entre sus hermanos. Es la verdad, gravemente empañada por la mentalidad intransigente del siervo – de otra parábola – que, generosamente perdonado por su señor, reclama cobrar la mínima deuda de su compañero de servidumbre (Mateo 18, 23-35).

5.- El perdón es amor sin medida. No entendemos el perdón sin amor. No lo entendemos a Dios, cuyo perdón – al peor de los pecadores – está generado por su irrenunciable magnanimidad. Como Dios no sabe más que amar. La infinita paciencia que lo asiste, explica el grado desbordante de amor que profesa al más díscolo de sus hijos. Los padecimientos de Cristo expresan, de manera dramática, el extremo del amor de Dios por el hombre. Para llegar a entenderlo es preciso introducirse en las impresionantes manifestaciones de ese amor sin medida. Cristo – la Palabra encarnada – es el “sacramento” del amor de Dios al hombre. Para llegar al corazón del pecador Dios se hace niño, adolescente, joven y hombre adulto; acepta andar un camino colmado de obstáculos; me refiero a su vida pobre, acabada en un ajusticiamiento impío y absolutamente injusto. Es en la Cruz donde se revela lo extremo de su amor. Es allí donde se manifiesta la eficacia reconciliadora de su amor. Los santos pasaban horas en la contemplación de su Pasión y muerte. La obra póstuma de Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein) – “la Ciencia de la Cruz” – es un homenaje a San Juan de la Cruz, en el cuarto centenario de su muerte, y el fruto de una contemplación entrelazada con el martirio de la misma Santa.

6.- El pecado como ausencia de amor. La concepción evangélica del perdón, nos orienta a renovar la práctica penitencial, hasta hoy quizás contaminada por cierta visión legalista y farisaica. Los pecados no son meras transgresiones de la ley moral, constituyen una devastadora ausencia de amor. El perdón de Dios es la recuperación de un hijo perdido, no la absolución o castigo a un delincuente. El amor del Padre ha sido agraviado. Un amor que no se da por vencido, e inicia la búsqueda de la “oveja extraviada”, hasta cargarla en brazos y, delicadamente, reconducirla al redil familiar abandonado. ¡Cómo cambia la imagen del Sacramento de la Penitencia ante la enseñanza de Jesús! La misma vida del penitente obtiene un nuevo y reconfortante impulso sobre el camino del regreso seguro y sereno. Quienes ejercemos el ministerio de la Reconciliación comprobamos que muchos esfuerzos, en ese arduo camino hacia la perfección cristiana, se frustran por causa de una concepción poco evangélica, tanto en los penitentes como en los confesores. ¡Qué inapropiado es equiparar la celebración del sacramento con un tribunal, el sacerdote con un juez y la práctica penitencial con una pena a saldar! ¡Qué distante del perdón, entrañable gesto del amor divino, mediante el cual Dios Padre abraza y besa al pobre andrajoso, lo reviste con un nuevo traje filial y organiza una gran fiesta por su recuperación!

7.- Dios quiere que el pecador se arrepienta y viva. Este concepto del perdón y de la penitencia ilumina el sendero espiritual del cristiano. A partir del encuentro con Dios Padre – experiencia comprobada en los santos – todo cobra sentido y racionalidad: “Dios no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva” (Ezequiel 33, 11). Dios es fiel a su voluntad del bien de sus hijos, hasta escoger sendas extraordinarias para lograrlo. Su factibilidad no distorsiona la verdad, al contrario, es el fundamento de un recto ejercicio de la justicia. Dios no hace fáciles las cosas, las posibilita. Aunque las dificultades parezcan obstáculos infranqueables, el acceso al cumplimiento de la voluntad del Padre se despeja por la gracia. La gracia es el Evangelio como “poder de Dios que salva al que cree” (Romanos 1, 16) y causa la santidad en los creyentes. El Apóstol Pablo es un modelo de confianza en la gracia de Jesús crucificado. La re adoptan los santos de todos los tiempos, constituyéndola en el secreto de la fidelidad. Aquella frase de San Pablo: “Por la gracia de Dios soy lo que soy”, adquiere hoy una especial relevancia. Muy distante de la fe sin obras del luteranismo, impone equilibrio y presenta la fe como necesario cauce que conduce a la gracia, y, por cierto, hace posible que el creyente llegue al compromiso de la caridad. “¿De qué le sirve a uno, Hermanos míos, decir que tiene fe si no tiene obras? ¿Acaso esa fe puede salvarlo?” (Santiago 2, 14) Para argumentar esta verdad, el mismo Apóstol exhorta al ejercicio de la caridad, y concluye: “Lo mismo pasa con la fe, si no va acompañada de las obras, está completamente muerta”. (Ibídem 2, 17)

8.- El perdón es un flujo de gracia que emana de Cristo. El perdón no logra originar un estilo propio de vida sin el auxilio de la fe y de la gracia. La percepción que proporciona la realidad, tanto a nivel personal como social, se vuelve inalcanzable sin el recurso a la Palabra. Muchos seres humanos bien intencionados se declaran derrotados. Predomina la falla existencial – denominada: “pecado” – sobre todo proyecto de pacificación y armónica convivencia. El perdón se inserta en ese flujo de gracia que emana el Misterio de Cristo resucitado. De otro modo, se convierte en un débil intento, de tipo formal y casi diplomático, que, contrariamente, hasta con desesperación, echa mano a tácticas violentas, como la guerra o la eliminación del enemigo. La gracia del perdón convierte a los hombres en verdaderos hermanos, ya que es dispensada por Dios, el Padre de todos. En el perdón se restablece la filiación divina (por adopción) y se anudan los lazos fraternos con todos los hombres. El perdón es más que una limpieza ritual, significa un cambio sustancial, un verdadero renacimiento. Dios perdona a los hombres, recreándolos y exigiéndoles perdonarse mutuamente: “perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a quienes nos ofenden”. El tema del perdón parece inagotable. Como misterio divino, produce, en el entendimiento humano, una perspectiva nueva y esperanzadora.

9.- Quien es perdonado aprende a perdonar. Saber perdonar es empeñar la voluntad y abandonar la mezquindad que el Maligno inspira en quien peca. El pecador, por causa de su lamentable condición, no sabe perdonar a un semejante, pecador como él. Quien lo hace de verdad – Jesucristo – no tiene pecado, ya que es Dios hecho hombre. Desde una real conformación con Él, el pecador perdonado aprende a perdonar a sus hermanos pecadores. Quienes desempeñamos el ministerio de la Reconciliación sabemos, cuando aplicamos la gracia del perdón divino, que al pronunciar la absolución, es Cristo quien perdona. Los sacerdotes somos servidores del perdón, no sus dueños. Es falso y triste cuando quien “administra” el sacramento se comporta como su propietario. Esa administración reclama personas humildes y fieles a Cristo, conscientes de su condición pecadora, respetuosas, delicadas, pacientes y capaces de curar las más graves heridas interiores de quienes acuden en busca del perdón divino. El ministro del sacramento de la Reconciliación se debe asemejar al padre de la parábola: corre presuroso al encuentro del hijo que regresa avergonzado, con el deseo de balbucir una súplica tímida de misericordia paterna. Es el retrato de Dios que Jesús ofrece a sus seguidores: el Padre que ama a su hijo hasta perdonar sus extravíos y su inexplicable alejamiento. Padre tierno como una madre y solícito como ambos.

10.- Cristo nos revela al Padre, deseoso de perdonar. El Nuevo Testamento perfecciona la enseñanza del Antiguo. Nuestra relación con Dios está modelada por Jesús; es imposible imaginar otra que no sea la suya. Cuando sus discípulos le piden que les enseñe a orar crea la bellísima oración del “Padre Nuestro”. De esta manera, Cristo revela la auténtica identidad de Dios: cercano, deseoso de recuperar al hijo rebelde y extraviado, dispuesto al perdón – supuesto el sincero propósito de volver a casa – fruto inmediato de su predicación (Mateo 4, 17). Supone, a pesar de nuestras acostumbradas depresiones, que somos la obra amada de Dios, malograda por el pecado y, ahora, restaurada por Cristo. La acción divina, recuperadora de la original dignidad humana, necesita ser aceptada por cada persona. La gracia de Cristo viene a nuestro auxilio, mediante la denominada: “economía de salvación”, introducida en nuestra conflictiva historia, para reconducirla a toda su verdad. El “pecado del mundo”, que reclama y necesita el perdón divino, ha ocasionado (y ocasiona) una catástrofe humana de alcances inimaginables.

11.- La Iglesia recibe la misión de ser testigo del Padre misericordioso. La Iglesia de Cristo – una, santa, católica y apostólica – ha recibido la misión de recuperar a la humanidad, ingresándola en el Reino de Dios. Es la misma Misión que Cristo recibe de su Padre y transmite a sus discípulos: “Como mi Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes”. (Juan 20, 21) En aquellos hombres, se dirige a toda la Iglesia, de la que son constituidos sus cimientos: “Ustedes están edificados sobre los apóstoles y los profetas, que son los cimientos, mientras que la piedra angular es el mismo Jesucristo”. (Efesios 2, 20) Los tiempos de la fe, a partir de la Resurrección y de Pentecostés, constituyen “los tiempos finales”; al término de los mismos la historia humana concluye su trayectoria, deja atrás lo transitorio e ingresar en la realidad definitiva, ahora signada por lo temporal. Dios, atemporal y eterno, hace propio el tiempo de los hombres y lo redime del pecado. Lo logra mediante la Encarnación de su Hijo divino. Jesús es hombre y Dios. Introduce en la historia la eternidad de Dios y vence la muerte “quitando el pecado del mundo”; llevando a término la obra de la Salvación, mediante la muerte en Cruz y la Resurrección. La Iglesia, que es “como el sacramento de Cristo” (Lumen Gentium), hace visible y audible a Cristo mediante la Palabra y los Sacramentos. Al escucharla y obedecerla, el mundo es redimido por el Salvador. Cristo y su sacramento – la Iglesia – son esencialmente inseparables.

12.- Si no vivimos lo que decimos creer dejamos de creer. Ciertamente la Iglesia, en virtud de la misión que le ha encomendado Cristo, lo hace presente como Salvador: mediante la Palabra anunciada y predicada, y la celebración de los Sacramentos. Para entenderla así necesitamos de una práctica continua de la fe. La mediocridad que, con frecuencia toma proporciones alarmantes, es consecuencia del debilitamiento de la fe. Sin la fe, o diluida, no vivimos lo que creemos y terminamos causándole la muerte. Como consecuencia, la lectura o escucha de la Palabra no llega a repercutir en nuestra vida corriente como de Dios. No nos ilustra, ni aviva nuestro amor a Dios y a los hermanos. Los mismos Sacramentos caen en el vacío, o permanecen en la superficie de expresiones religiosas tediosas y formales. Se produce la muerte que Cristo ya ha vencido. El perdón generoso y sincero es la prueba de que hemos sido perdonados y estamos en gracia. El que no sabe perdonar se cierra al perdón de Dios: “perdona nuestras deudas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden” (del Padre Nuestro). Sin duda el perdón es un gesto redentor que únicamente Dios hace eficaz. Tienen razón aquellos escribas que observan escandalizados, y con dramatizado estupor, a un simple hombre – en su ceguera inocultable – que perdona los pecados: “Unos escribas que estaban sentados allí pensaban en su interior: ¿Qué está diciendo este hombre? ¡Está blasfemando! ¿Quién puede perdonar los pecados, sino sólo Dios?” (Marcos 2, 6-7) No logran advertir que aquel humilde convecino es verdaderamente el Dios que redime y perdona.

13.- La reconciliación, sacramento del perdón. El perdón de Dios es motivo de consuelo para quienes, arrepentidos, buscan la paz y se disponen emprender el Camino, que es Verdad y Vida: Jesucristo. La Iglesia es la indicadora de ese Camino, al predicar y celebrar a Cristo muerto y resucitado. El Sacramento propio de ese perdón divino es el de la Reconciliación o Penitencia. Se ha maltratado su celebración, convirtiéndola en una instancia inquisidora, causante, con frecuencia, de enfermizos escrúpulos. Debemos regresar a su auténtica celebración. Es la misma Iglesia – en el ministro y en el penitente – quien celebra, destacando la dimensión penitencial de su situación de peregrina. Un teólogo benedictino, de la segunda mitad del siglo pasado, señalaba el carácter celebratorio del Sacramento de la Reconciliación, llamando la atención sobre sus protagonistas (o celebrantes): el sacerdote ministro y el penitente. Los siglos han distorsionado esas imágenes. Se acentuó la equiparación de la confesión a un juicio y la del confesor a un juez. Se verificó la culpabilidad del reo, mediante la confesión de los pecados, calificando su magnitud y aplicando una sanción proporcionada. Ambos diluían el verdadero significado del sacramento en imágenes extraídas de estructuras judiciales ajenas a la conversión, a la misericordia y al perdón. De esta manera se descartaba la hermosa y sugerente parábola del hijo pródigo.

14.- El penitente es un celebrante. Para el padre Mertens – es el nombre del liturgo benedictino antes mencionado – el penitente no es un beneficiario de la Iglesia sino un auténtico celebrante, en virtud del sacerdocio bautismal o “común de los fieles”. El gesto penitencial que le corresponde – confesión de los pecados y arrepentimiento – no se agota con el rito de la absolución sino que, celebrando el perdón, convierte al penitente en testigo calificado ante el mundo de la misericordia divina. Es interesante la imagen litúrgica que el padre Mertens utiliza: “El penitente se parece al diácono que proclama solemnemente el Evangelio en la Iglesia. Mediante su humilde confesión y arrepentimiento anuncia al mundo, desde la Iglesia, el Evangelio del perdón”. En el recordado Año de la Misericordia, el Papa Francisco ha recuperado el significado del Sacramento de la Reconciliación. Coincide con la reflexión que formulara el padre Mertens varias décadas de antes. Es preciso incorporar a nuestra espiritualidad y pastoral los aspectos teológicos mencionados. Se requiere un esfuerzo común, promovido por la fe, que ordene catequéticamente la vida de los cristianos. Su consecuencia será un justo aprecio por la celebración del Sacramento. Aprecio que abarcan los roles sacramentales del confesor y del penitente. De esa manera la confesión frecuente no soportará ser parangonada con una imagen calificada humorísticamente como: “tintorería al paso”.

15.- ¡Qué Padre tierno es Dios! Acaricia y cura mi corazón, herido por mis pecados. Todo sacramento es signo de gracia, por lo tanto, del amor tierno de Dios. Un Amor que crea y redime, que perdona y santifica, que reconstruye una naturaleza humana, dañada gravemente por el pecado. Cuando administro el sacramento de la Reconciliación, y me dispongo a decir una palabra de orientación y aliento, se me escapa esta exclamación: “¡Qué Padre tierno es Dios al acariciar y curar tu corazón, herido por tus pecados!” Es una imagen que responde, con exactitud, a la bellísima parábola del hijo pródigo: “Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente; corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó”. (Lucas 15, 20) Jesús lo asegura: Dios obra así cuando nos disponemos a regresar arrepentidos a casa, a sus brazos abiertos de Padre. Amplia es la perspectiva que nos ofrece el sacramento: a) como penitentes: al celebrar el perdón de Dios y ser testigos acreditados de su Misericordia; b) como ministros sagrados: al transparentar a Dios Padre – en Cristo Jesús – creando un clima de acogida familiar y de fiesta. Un verdadero desafío a la virtud que debe distinguir nuestra condición de creyentes.

16.- La misión reconciliadora de Cristo y de la Iglesia. Pero, procuremos avanzar hacia una espiritualidad del perdón, como Jesús la reclama de sus discípulos al expresarles que su misión es la reconciliación, en su más amplio sentido. Consciente de haber sido enviado por su Padre, constituye a los Doce en depositarios de su misma misión. Los responsabiliza de incorporar, a quienes creyeran en su testimonio apostólico, a los restantes miembros de la Iglesia. De ella, el mismo Señor es la Cabeza, y el Espíritu Santo la fuente de su vitalidad sobrenatural. La espiritualidad es una “forma de vida”, en el Espíritu que la genera y alimenta. Cuando, en la celebración litúrgica, se la ignora como forma de vida, se produce su inevitable alejamiento del Evangelio. Es preciso volver siempre al Evangelio. Es decir: volver a escuchar de labios de Jesús la palabra de Vida, ya que Él es la Palabra desde la que su enseñanza es formulada. El camino para volver al Evangelio es simple, hasta suscitar un irreflexivo repudio en quienes se consideran intelectualmente superiores. Pero, los pequeños y sencillos sí lo entienden. Jesús se conmueve al comprobarlo: “En aquel momento Jesús se estremeció de gozo, movido por el Espíritu Santo, y dijo: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Si, Padre, porque así lo has querido”. (Lucas 10, 21)

17.- El perdón: antídoto contra todo mal. El perdón no consiste en el ocultamiento de la verdad, aunque sea muy dolorosa. La enfrenta, aún en su expresión más desencarnada, para modificar sus efectos, destruyendo su raíz (Juan 1, 29). Como Cordero de Dios, Cristo paga por el pecado y anula sus consecuencias, incluida la muerte. En el perdón está el antídoto contra todo mal. Lo genera el mismo Dios, en el Misterio de su Hijo encarnado, y lo instala en su Iglesia, con el fin de ofrecerlo al mundo. El perdón pertenece al contenido de la universal misión de la Iglesia. Celebrando el sacramento – recibiendo y administrando dicho perdón – la Iglesia se hace presente y opera entre sus contemporáneos. Va más allá de una liturgia literalmente eficaz. Es acción redentora que modifica la situación lastimosa en la que la humanidad se encuentra. De allí su importancia y su extraordinaria vigencia. En la catequesis pre sacramental debiera insistirse en el reconocimiento y arrepentimiento de los pecados cometidos, y a confesar. De esa manera se podrán establecer las bases necesarias para que la gracia sacramental cause una verdadera y definitiva transformación. Con frecuencia es confundido el sincero arrepentimiento con un enfermizo sentimiento de culpabilidad, que cierra el corazón a la fe y a la esperanza. Debe mediar un esfuerzo ascético, alentado por la fe. Para ello es preciso caminar en la oscuridad, aferrados a la Palabra de Dios, escuchada con humildad en el silencio de la “lectio divina” y en la contemplación.

18.- La situación de pecado involucra a todos. El arrepentimiento, como predisposición necesaria para recibir la caricia paterna del perdón, requiere una doble determinación: el reconocimiento del pecado cometido y la humildad del hijo que decide regresar a su Padre. Es útil retomar la bella y conmovedora parábola, creada por Jesús, para transmitir la verdad principal – no inventable – y así causar la reconstrucción de la familia de Dios. Cristo la lleva a su cumplimiento. La suya constituye la respuesta, ocasionada por la crítica farisaica, que se atreve a cuestionar su cercanía con quienes eran considerados “pecadores”. Es así como revela que su misión es buscar y encontrar a los pecadores. ¡Ardua e incomprendida tarea, que tendrá su costo político, devenido en persecución y muerte! Jesús se encuentra con un pueblo dividido, agrietado e irreconciliable. Su misión profética, como la de su Precursor, consiste en manifestar que la condición de pecadores nivela a todos por igual, con una exención: el mismo Jesucristo, y María preservada del pecado original “por los méritos de su Hijo divino”. Todos, aunque no seamos responsables de pecados personales, nos encontramos en situación de pecadores y necesitamos que Cristo nos redima. Somos partícipes “del pecado del mundo”, por más ajenos e inocentes que nos consideremos del mismo.

19.- La gracia divina actúa como causa de todo auténtico cambio. La conversión, efecto de un honesto auto examen y saludable arrepentimiento, consiste en el definitivo cambio de vida. Es el único sendero hacia una superación que aleje definitivamente la destrucción que nos amenaza. Nuestra misión de bautizados es despejar ese sendero con decisiones personales comprometidas y valientes. En esa perspectiva eclesial, la Vida Consagrada constituye, a sus integrantes, en insustituibles responsables de la transformación del mundo. El mensaje cristiano contiene el auxilio necesario para lograr esa transformación. Los consagrados muestran la eficacia de tal auxilio y aportan, a todos – creyentes y no creyentes – la prueba que necesitan para tomarlo en serio y aprovecharlo. Ciertamente la gracia divina, conforme a la enseñanza del Apóstol San Pablo, es la causa de todo auténtico cambio: “Pero por la gracia de Dios soy lo que soy…” (1 Corintios 15, 10) Aun lo que parece humanamente imposible, logra ser posible por la gracia. Es oportuno recordar el diálogo del Arcángel Gabriel con María (Lucas 1, 38). La fe hace fuertes a los débiles, porque los expone directamente a la gracia que Cristo dispensa desde la Cruz y la Resurrección. La condición para que se produzca esa conexión es la humilde disponibilidad de un “alma de pobre”. Acceso obligado, de difícil comprensión, pero rápidamente allanado mediante la escucha de la Palabra y la acción misteriosa del Espíritu Santo.

20.- “Perdónanos como nosotros perdonamos”. Digno de una especial reflexión es la cláusula que Jesús introduce al dictar la oración dominical: “perdona nuestras ofensas así como nosotros perdonamos a quienes nos ofenden”. La mejor disposición para ser perdonados por Dios es perdonar a quienes nos ofenden. Tenemos menos motivos que Dios para negar nuestro perdón, no obstante su ejemplo nos ofrece el auxilio eficaz para lograrlo. Nuestro esfuerzo es mínimo, aunque imprescindible. Más allá de los sentidos se produce la misteriosa capacidad de llegar al perdón de quienes nos ofenden. La fe – no los sentidos – nos asegura que fuimos perdonados porque hemos perdonado. El gran temor de Jesús es no encontrar fe entre los hombres, en su segunda venida: “Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?” (Lucas 18, 8) Es responsabilidad de la Iglesia, “fundada en los Apóstoles y en los Profetas”, llamar al mundo a la “obediencia de la fe”. Los medios que Jesús ha puesto a su disposición son pura gracia, aunque requieren ser aplicados con el auxilio de una pastoral siempre actualizada. Pienso en el alto concepto que San Pablo profesa a la predicación. Lo mismo digamos de los sacramentos, particularmente los de la “Iniciación cristiana”: Bautismo, Confirmación y Eucaristía (fracción del pan).

21.- El perdón nace del amor. El mundo necesita hallar esta verdad, pero antes debe ser asimilada – para ser testimoniada – por los cristianos. Jesús otorga principal importancia al testimonio de sus discípulos, con el propósito explícito de desmantelar las objeciones que la habilidad de los hijos del mundo pretende oponer a la Palabra de Dios. Consiste en visualizar socialmente las virtudes y valores cristianos, sobre todo la caridad. De esta manera, el discipulado de los cristianos revela explícitamente la identidad de su Maestro y la procedencia divina de su enseñanza: “En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros”. (Juan 13, 35) Ya hemos reflexionado que el perdón nace del amor y llega a su plena definición cuando se expresa en la vivencia de la fraternidad. Dios nos ama perdonándonos y – nosotros – llegamos a amarnos de verdad cuando nuestro amor logra el perdón desinteresado. El estado de irreconciliación, en el que el mundo se encuentra, como empantanado, es un grave desafío a la fe. Basta observar el tratamiento que se dispensan las personas entre sí, diferenciadas ocasionalmente por causa de la raza, la ideología o la religión.

22.- Facultad renovadora del perdón. Cuando Jesús declara: “No he venido a juzgar sino a salvar”, entiende por “salvar” la otorgación del perdón de Dios al pecador arrepentido y recuperado. El perdón es amor y, por lo mismo, acción misericordiosa que otorga la Vida Nueva y convierte a las personas en “artesanías” del Espíritu Santo. Es preciso que pensemos en el perdón, no como un mero indulto, sino como acción que recrea el ser, dañado mortalmente por el pecado. Existe otra perspectiva, más importante aún, mencionada al comienzo de estas reflexiones. Me refiero al pecado como mal, o desprecio de la obra que Dios realiza en sus hijos. El pecado, como ofensa, no resta a Dios su felicidad eterna, emanada de su naturaleza y descrita magistralmente por el Apóstol San Juan: “Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios, y Dios permanece en él”. (1 Juan 4, 16) De allí que si sus criaturas permanecen en su amor – o en la obediencia a sus mandamientos – la felicidad humana será una transparencia de la Suya o no será felicidad. Por cierto, la malignidad del pecado consiste en desalojar a Dios de la vida y del corazón, dejando de vivir en Él, al descuidar el cumplimiento de su voluntad. Por el perdón somos reconciliados con Dios y obtenemos la capacidad de reconciliarnos entre nosotros. Ya que es amor, Dios recupera su permanencia en cada uno de nosotros, cuando decidimos dejarnos modelar por su Espíritu en la fidelidad.

23.- El perdón como abrazo tierno del Padre. El empeño por ser fieles supone haber emprendido un camino estrecho. Así lo enseña Jesús. Él nos precede reivindicando la Cruz, como sendero que desemboca en la Vida nueva de la Resurrección. La decisión de seguirlo, en virtud de la obediencia de la fe – a partir de la conversión – está asistida por el Espíritu infundido en Pentecostés. El perdón responde a esa decisión, definitiva y paciente; humilde y perseverante. Dios es el Padre que estrecha entre sus brazos al hijo perdido que regresa. Espera su vuelta desde la casa, y, al mismo tiempo, anima dicho regreso mediante el ministerio de su Hijo divino, que va en busca del hermano perdido. Lo hace desde el mismo día en que es concebido por María, hasta su muerte en Cruz. El perdón de Dios se ofrece a quien está dispuesto a iniciar un proceso de conversión, que incluye la renuncia al pecado y la adopción de “la forma de Vida”, que Jesús inaugura con sus discípulos. Ese “proyecto” supone el empeño constante en vivir “por la fe”. Esa obediencia se concreta mediante el cumplimiento de la voluntad del Padre, cuyo conocimiento está al alcance de quienes no se nieguen a recibirlo. Se requiere estar atentos y dispuestos a responder con generosidad.

24.- Hacer la voluntad del Padre genera una Vida nueva. ¿Cuáles son los medios, elegidos por Dios, para acercar ese necesario conocimiento? La Palabra de Dios, leída y predicada, celebrada sacramentalmente por la Iglesia y testimoniada en la vida santa de los creyentes. El sacramento de la Reconciliación hace eficaz el perdón de Dios, en quienes se disponen a celebrarlo. Como todo sacramento, no se queda en la superficie de una Liturgia formal; genera y modela la Vida nueva, que anima a cada penitente arrepentido. Trasladar a la vida corriente la gracia del sacramento es el deber de quienes creen y celebran lo que creen. El Bautista identifica, en Jesús, al “Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. La misión del Mesías de Dios se desarrolla en una relación recuperadora de cada pecador, hasta “quitarle” el pecado: siniestro atentado contra la vida que Dios había otorgado a los primeros padres.

25.- El perdón de Dios se expresa en el sacramento y lo desborda. Es preciso comprender los alcances del perdón de Dios, encarnado en el misterio de Cristo y de su Iglesia, servidora de las personas abrumadas por el error y la infidelidad. El perdón de Dios se expresa en el sacramento de la Iglesia, y también lo desborda. Debemos estar alertas para identificar el ofrecimiento y contundencia de ese “perdón” entre tantas personas que, más allá del sacramento de la Iglesia, llenan las condiciones para ser perdonados. Dios ofrece su perdón al mundo en su divino Hijo; falta que los pecadores cumplan las condiciones requeridas: el reconocimiento de los pecados y el propósito de no volver a pecar, iniciando, de esta manera, un proceso de cambio que conduzca a la santidad. Aún quienes no disponen de una fe religiosa si, con toda honestidad y humildad, reconocen el mal, irresponsablemente cometido, son tocados por el perdón divino. Es difícil pero posible. La práctica del bien, como consecuencia del reconocimiento y arrepentimiento del mal cometido, trasciende todo medio, aún el más consagrado, que tenga su origen y reciba su consistencia de la misericordia de Dios. El amor de Dios, aún ante la contumacia del hijo pecador, se enternece y reitera el ofrecimiento del perdón. No obstante, requiere absolutamente del consentimiento libre y generoso de quien lo recibe.

26.- Catequesis para el sacramento. El Rito sacramental realiza lo que significa, pero no exime al penitente de un catecumenado propio – o preparación catequística adecuada – que lo conduzca a la gracia sacramental. No se logra el efecto correspondiente si se descuida esa preparación. En la práctica pastoral, y en nuestra propia experiencia de penitentes, observamos que resultan escasos e insuficientes los resultados. Es preciso fortalecer, a partir del humilde reconocimiento de los pecados personales, el propósito de abandonar esa desafortunada situación para sumarse al peregrinaje penitencial de todo el Pueblo de Dios. La nueva vida de la gracia – ya recuperada – incluye la acción auxiliar de la penitencia durante toda la vida. La existencia cristiana es, por cierto, penitencial. Así lo entendió y practicó el Santo penitente Francisco de Asís.