Alta Gracia – Córdoba

Encuentro anual del Instituto

Secular “Fraternidad Franciscana”

Febrero 2019

1.- El carisma franciscano en la consagración secular. El mundo actual necesita ser evangelizado por los santos: pastores, consagrados y laicos (me refiero a esposos santos, jóvenes santos, Obispos y sacerdotes santos, políticos y economistas santos, científicos y artistas santos etc.) San Francisco proyecta su futuro desde la secularidad. Aunque su nivel de contemplación es muy elevado es, ante todo, un misionero cuyo compromiso apunta a la evangelización del pueblo. Acepta el ministerio diaconal para difundir la Palabra de Dios, mediante la predicación. Su celo apostólico lo lleva a fundar una Orden de misioneros ambulantes, dispuestos al martirio. Ese es Francisco, que propone como norma de vida el Evangelio, en un seguimiento radical de Cristo pobre, misionero y crucificado por amor. Hoy San Francisco reedita su carisma en quienes lo siguen. Nuestro Instituto Secular “Fraternidad Franciscana”, desea ser fiel a su carisma franciscano, actualizándolo de manera continua y constante. Para ello requiere asimilar los últimos documentos pontificios, que orientan y enriquecen el carisma, poniéndolo al servicio de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. No intento más que someterme al núcleo inspirador de la Exhortación Apostólica: “Gaudete et Exsultate” del Papa Francisco.

2.- Testigos de la santidad de Cristo en el mundo. La vocación bautismal es, necesariamente, vocación a la santidad. ¿Por qué? El cristiano, en virtud de su Bautismo, es un testigo de la santidad de Cristo. De otra manera será un fracasado. Sin santidad la vida del cristiano se constituye en una amarga frustración. La Vida Consagrada, en sus múltiples y convergentes carismas, no es más que la encarnación profética de la santidad del Señor resucitado para que el mundo creay el pecado sea vencido. La expresión original de esa consagración se produce en el Sacramento del Bautismo. Quizás hemos concentrado nuestra atención en la inviolabilidad de estructuras, que necesitan ser adecuadas constantemente a la “forma de vida” a la que se refieren los “Hechos de los Apóstoles”. Constituye la vivencia del Evangelio y la adopción de su espíritu (del que nos habla San Pablo VI en su Exhortación Apostólica: “Evangelii Nuntiandi”). El gran empeño de los Apóstoles y de quienes respondían a su predicación, mediante la conversión, es la escucha de la Palabra, la fracción del Pan y la práctica de la caridad fraterna. Aquella “forma evangélica de vida” se destacaba por la simplicidad y pobreza de corazón de los primeros conversos.

3.- Dios hace santos a los pobres de corazón. La condición indispensable, exigida por el Artífice de la santidad – el Santo Espíritu – es adoptar, sin vacilaciones, la simplicidad de los pequeños: pobres y niños. Francisco de Asís es un modelo accesible de la puesta en práctica de esa virtuosa condición. Su encuentro singular con Jesús, en su “forma de vida pobre”, conquista su entusiasmo de joven, desilusionado de la frivolidad que lo estaba inclinando precipitadamente al mal. En el mundo todo lo tenía a su favor: simpatía, juventud, prestigio y la enorme fortuna que su padre Pedro Bernardone, amasaba con entusiasmo en vista al bienestar futuro (al de su familia y al suyo propio). El temperamento romántico y apasionado de Francisco, suavizado por la influencia de su madre Doña Pica, no se avendría al riguroso proyecto, casi militar, del gran Ignacio de Loyola. Su espiritualidad arranca de un encuentro personal con Jesucristo, en quien descubre al Dios hecho pobre por amor.

4.- Cristo pobre y humillado es el modelo. Cristo pobre y humillado es el modelo que Francisco adopta, sintonizando su voluntad con la del Padre. Es, por tanto, la forma de vida que lo conducirá a la santidad – cumplimiento de la voluntad de Dios (1 Tesalonicenses 4, 3) – con su propia y original estilo. Ese “estilo” debe regir la vida de quienes se adhieren a su carisma. Se comprende la gran familia franciscana con sus variadas y convergentes expresiones. Será preciso captar e identificar su inspiración y actuar con absoluta generosidad, como lo supo hacer él. Jesús reclama de sus seguidores la renuncia y despojo de todo lo propio, para seguirlo en su disponibilidad para morir en la cruz. Francisco, atraído por la persona de Jesús, no teme darlo todo, hasta sus vestidos, para vivir la libertad que le otorga la pobreza aprendida de su Maestro. Es la que abre su camino a la santidad, o el que lo conforma con “el Santo de Dios” (Lucas 4, 34). A todos los cristianos se nos ofrece el ideal de la santidad de Jesús. No nos sorprenda su radicalidad ya que, el mismo Señor propone como ideal la perfección de Dios Padre: “Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo”. (Mateo 5, 48)

5.- La santidad consiste en vivir en el amor. Sustancialmente la santidad consiste en la vivencia de la caridad. La perfección de Dios es el amor. Así lo define el Apóstol y evangelista Juan: “El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor”. (1 Juan 4, 8) Ser perfecto – o santo – como Dios Padre, es amar con todo el ser: a Dios y a los hermanos. El primer mandamiento – con un segundo semejante – en el que se cumplen “toda la Ley y los profetas”, es la propuesta divina a ser santos “como Dios es Santo”. Que no nos asuste ese desafío de Dios. Tendría que ser natural proponerse la santidad como principal ideal de vida. La Vida Consagrada, en cualquiera de sus legítimas manifestaciones, es, en primera instancia, camino que converge en la santidad. Su misión en la Iglesia y en el mundo posee un carácter profético único. El consagrado y la consagrada expresan, pedagógicamente, que toda persona está llamada a la santidad o perfección de Dios. Lo hacen desde sus personales – e institucionales – carismas, ya que corresponden a situaciones singulares de vida. Francisco, como María de Betania, descubre “lo único necesario” en Jesús. Es el mayor de los absurdos estar como al acecho detrás de toda fantasiosa novedad, que pretenda presentar una propia versión de la Verdad, ya que Cristo nos la ha revelado en su Pascua.

6.- Ideal de Francisco: imitar a Jesús. Imitar a Jesús es el gran ideal de Francisco y de los Santos. Las infinitas riquezas del Señor aparecen resaltadas en sus peculiares fisonomías. Para la Fraternidad Franciscana, Francisco es un modelo, de ninguna manera es un molde. A la luz de una vida carismática, como la del Seráfico Padre, cada miembro de la Fraternidad debe crear su propia semblanza de santidad. La secularidad constituye el sendero común – de la Fraternidad Franciscana – para el logro de la realización del carisma franciscano. Es el gran desafío, aceptado solemnemente el día de la Profesión temporal, luego confirmada en la perpetua. Es conveniente desarrollar el tema, inagotable e insondable como la misma gracia. Son múltiples las cuestiones a resolver: 1) ¿Cómo llevar el carisma de la minoridad en contacto “de piel a piel” con el mundo? 2) ¿Cómo hacer que los consejos evangélicos (pobreza, obediencia y castidad), sin estar contenidos en la vida monacal o religiosa, manifiesten, con radicalidad, la presencia de Jesucristo Redentor, en el mundo? 3) ¿Cómo construir una auténtica Fraternidad sin las condiciones favorables de una vida en común? 4) ¿Cómo servirse de la gracia, brindada por el Espíritu, a través de los medios por Cristo establecidos para la santificación de los bautizados? 5) Ilustrados por San Francisco ¿cómo debe ser nuestra oración? 6) ¿Cómo nuestra penitencia? 7) ¿Cómo el ejercicio de la caridad fraterna, abierta a todos, incluso a quienes no integran nuestra Fraternidad o nuestra fe? 8) ¿Cómo nuestra devoción eucarística y mariana?

7.- En el mundo, sin pertenecerle. Se abre el panorama de una extensa y necesaria reflexión. Procuremos abordarla con el riguroso orden de las ocho cuestiones, espontáneamente formuladas. 1) La secularidad responde a la conmovedora oración de Jesús – por los suyos – al Padre: “No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del Maligno. Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Conságralos en la verdad: tu palabra es la verdad. Así como tú me enviaste al mundo, yo también los envío al mundo”. (Juan 17, 15-18) La secularidad no es un estado definitivo; es tránsito temporal y, por lo mismo, destinado a dejar de ser lo que es, para lograr su perfección en otro estado: la eternidad. Habitualmente no se la entiende así, al producirse un desmedido apego a la “imagen de este mundo, que pasa” y, en simultáneo, un miedo estremecedor a la muerte: umbral que abre el paso desde lo temporal a lo eterno. Los Santos no huyen de la idea de la transitoriedad del tiempo y del pensamiento consolador de la eternidad con Dios. Son conmovedoras las expresiones que Santa Teresita dirige a sus padres y hermanas. Sueña con la definitiva felicidad del Cielo. Para los Santos, hablar de la muerte como tránsito al Cielo constituye lo habitual. Para ellos, vivir por la fe incluye necesariamente ese concepto.

8.- La minoridad o pobreza de espíritu. La presencia de los consagrados en el mundo – pienso puntualmente en la “minoridad” franciscana – es un profético testimonio evangelizador. La pobreza de corazón, mediante el rasgo existencial de la “minoridad”, predispone a la santidad como original vocación bautismal. Al mismo tiempo, otorga autoridad moral para el ejercicio de la misión evangelizadora, que a toda la Iglesia compromete, desde el Sumo Pontífice hasta el más humilde de los bautizados. Si “de los pobres de espíritu es el Reino de los Cielos” tendremos que admitir que son – esos pobres – los principales edificadores de tal Reino. La organización central de la Iglesia aún no ha saldado la deuda que mantiene con el estilo evangélico de su misión. No ha contado – a priori – con los pobres de espíritu, llamados “bienaventurados o felices” por el Divino Maestro. Pocos meses antes de fallecer, el recordado Cardenal Carlos María Martini mantuvo una entrevista con periodistas de la televisión. Durante la misma se le preguntó: ¿Qué aconsejaría a un Papa recién elegido? Su respuesta fue tan sorpresiva como inesperada: “Yo le sugeriría que escogiera del mundo a doce santos y gobernara, con ellos, a la Iglesia”. Al meditar el misterioso criterio de elección, aplicado por Jesús para seleccionar a sus Apóstoles, comprobé la sabiduría de aquella original respuesta. ¡Qué poco hemos seguido el ejemplo del Señor! Eran hombres simples y defectuosos, en quienes el Señor cumplió un paciente trabajo de formación y santificación. Con ellos gobernó a su Iglesia, y, sobre ellos la edificó.

9.- La práctica radical de los consejos evangélicos en el mundo. Me quiero referir a la vivencia de los consejos evangélicos, fuera de los monasterios y conventos. Los miembros consagrados de los Institutos Seculares, se destacan por la profesión de los consejos evangélicos de pobreza, obediencia y castidad. Recuerdo cuando el Papa San Juan Pablo II generalizó el término: “Consagrados/as” incluyendo todas sus formas, aprobadas por la Iglesia. Fue a partir del Sínodo episcopal de 1994. Los consejos evangélicos nivelan esa peculiar condición bautismal. Es preciso que ustedes los examinen desde la perspectiva de la “Secularidad Consagrada”. Para ello necesitan adoptar el concepto de tiempo, propio de un mundo amado por Dios, hasta el don de su propio Hijo. Los cristianos no somos del mundo, pero debemos “estar en él” como semilla del Reino. Los consagrados, gracias a los consejos evangélicos, en los Institutos Seculares, no desprecian el mundo ni huyen de él. No son del mundo, en su trágica opción por el pecado, pero están en el mundo como testigos y semillas del Reino. Más aún, están al modo de Jesús, que es pobre, obediente y casto, Hijo del Padre, Hermano de los hombres e inmolado en la Cruz por puro amor. Francisco, Clara y hermanos/as han captado el Misterio adorable de Cristo y se han revestido de Él, como lo exhorta San Pablo: “Por eso, ya no hay pagano ni judío, circunciso ni incircunciso, bárbaro ni extranjero, esclavo no hombre libre, sino sólo Cristo, que es todo y está en todos”. (Colosenses 3, 11) ¡Qué desafiante y consolador es este concepto, divinamente inspirado!

10.- Ser de Cristo y revestirse de Él. Profesar los consejos evangélicos, en la secularidad, significa revestirse de Cristo frente a una sociedad que necesita identificarlo como Salvador. Los valores evangélicos, consustanciados con la profesión de la pobreza, la obediencia y la castidad, deben ser espiritualmente adoptados por todos los bautizados, con el fin de que sean animadores de la cultura y del ordenamiento de la sociedad a la que pertenecen. Ese revestimiento de Cristo no es un disfraz sino una auténtica encarnación en quienes se consagran. De este modo, la pobreza de Jesús vuelve a presentar al mundo, en una relación directa, la virtud indispensable de la pobreza. Les transcribo algo que encontré hace un par de meses: “Me produce una enorme satisfacción aceptar humildemente mi pobreza. A partir de ella puedo moverme con libertad: pensar con libertad, escribir con libertad y hablar con libertad. No temo el qué dirán y no ambiciono prosperar en el mundo, tanto en la sociedad como en la Iglesia. No quiero ser más que lo que tú quieres hacer de mí, y que te cuidas muy bien de revelármelo. La convicción de que soy pobre me alienta a rezar como un pobre y a mostrarme ante ti absolutamente despojado. Con mis harapos, abrazado tiernamente por ti, besando mi rostro mugriento y sudoroso. ¡¡¡Mi Señor, mi Padre, me saltan las lágrimas cuando pienso en tu ternura!!!” La pobreza de corazón, tan amada por Francisco y Clara, es la revelación de toda nuestra verdad, la que Dios ama y que le inspira la celebración de una gran fiesta por nuestro regreso a sus brazos, de la mano de Jesús. El mundo necesita este testimonio nuestro para recobrar la esperanza en su Salvación.

11.- Ser libres en la obediencia. La obediencia no es una renuncia a ser libre, todo lo contrario, es una auténtica afirmación de la libertad. El amor se concreta por la obediencia a la voluntad del Padre. Así lo practica y enseña Jesús. Es el otro término de la profesión. Es una simpleza concebir la obediencia como un estado voluntario de “ceguera”, por parte de quien la profesa. Lo comprenderíamos en algún otro contexto, pero, no ahora. La voluntad del Padre se hace conocer para suscitar un acto de amor, una verdadera respuesta de amor a su entrañable amor por el hombre. Un verdadero intercambio de libertades: la de Dios, que nos propone conformarnos a su proyecto creador, y la nuestra, con la que aceptamos su plan divino. ¡Cómo cambia, y se hace comprensible, la idea de la obediencia! De esta manera el mismo ejercicio de la autoridad, correlativo con ese concepto de la obediencia, recurre a la enseñanza evangélica: “Ustedes saben que los jefes de las naciones dominan sobre ellas y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entres ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero que se haga su esclavo: como el Hijo del hombre, que no vino a ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud”. (Mateo 20, 24-27) Francisco entiende la autoridad como amor materno, capaz de ofrecer a sus hijos los servicios más humildes. Es el amor, que define a la autoridad evangélica, y que da un sentido nuevo a la obediencia. En la vida secular, se debe destacar la autoridad como servicio y, la obediencia, como respuesta de amor. Al consagrado o consagrada en la secularidad, se le encomienda vivir, en el mundo, la obediencia de Cristo al Padre y, como consecuencia, el servicio fraterno.

12.- Ser castos en el amor. El tercer consejo, a ser vivido radicalmente por los consagrados, es la castidad. ¿En qué consiste? Trasciende y da sentido al sexto y noveno mandamiento. Es la auténtica práctica del amor evangélico, que tiene como principal modelo al mismo Jesús. Comprende la desaparición progresiva del pecado, como invasión siniestra del egoísmo. El amor casto es un amor purificado de todo egoísmo, encaminado hacia su ideal: la perfección del Padre Celestial. Al recordar la afirmación revelada del Apóstol y Evangelista San Juan – “Dios es amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él”. (1 Juan 4, 16) – podemos concluir que el Amor, en su absoluta perfección, constituye la naturaleza de Dios. De allí que la perfección del Padre, indicada por Jesús como ideal, es el amor. Gracias a la capacidad de amar, el ser humano es “imagen de Dios”, lamentablemente distorsionada por causa del pecado (egoísmo). El amor, sea cual fuere su legítima expresión, necesita purificarse de todo egoísmo para ser auténtico y perfecto. Esa purificación es la auténtica acepción de la castidad. Aunque se produzca, teóricamente, una observancia perfecta del sexto y noveno mandamiento, si la persona en cuestión es egoísta (vive exclusivamente para sí) no es casta. Pero, si mediante una sincera conversión se despoja del egoísmo que antes la había dominado, recobra su castidad. Cuanto menos egoísta más casta. Si conserva una brizna de egoísmo, su castidad no es perfecta aún y necesitará purificar el amor, que dice profesar a Dios y a sus hermanos.

13.- Castidad es vencer el egoísmo. Vencer el egoísmo, en sus diversas y múltiples expresiones, es castidad. No debe ser confundida con la pureza o con la virginidad. Ambas virtudes favorecen la práctica de la castidad, pero no la contienen exclusivamente. El amor limpio de todo egoísmo es castidad. Por ello existe una castidad celibataria, una castidad conyugal, una propia de la amistad, una castidad paterna y materna etc. La persona casta es la que ama sin egoísmo, sea cual fuere el sendero temporal que Dios haya elegido para ella. El camino que Dios ha elegido para el consagrado/a en la secularidad es la práctica de las tres virtudes, al modo de Jesús. No será en la soledad de un monasterio sino en el trajín ensordecedor de la calle, mostrando, de manera radical, la visión de una vida virtuosa por la que Cristo-Verdad se ha manifestado desde su Nacimiento a su Muerte y Resurrección. Los consagrados/as en la secularidad ofrecen al mundo el humilde espectáculo del Dios hecho hombre: pobre, obediente y casto. De esa manera se constituyen en fiel transparencia de Jesucristo, para quienes, por ese motivo, se dejarán interpelar por Él – como el único Dios verdadero – en medio de las ofertas idolátricas del mundo que les es contemporáneo.

14.- La oración como intimidad con Dios. Estén prevenidos y oren incesantemente…” (Lucas 21, 36) constituye la principal exhortación de Jesús. Para vivir la consagración es preciso intimar con Cristo, a quien el consagrado/a debe transparentar en su vida, para que el mundo, hambriento y descreído de todo discurso, sea conquistado por la fe. La invitación del Señor a los discípulos de Juan Bautista es muy expresiva: “Él se dio vuelta y, viendo que lo seguían, les preguntó: “¿Qué quieren?”. Ellos le respondieron: “Rabbí – que traducido significa Maestro -, ¿dónde vives?”. “Vengan y lo verán”. (Juan 1, 38) El simbolismo de esa invitación – a su intimidad – será habitual para quienes acepten acompañarlo y recibir la delegación de su misión. Los consagrados en la secularidad dependen de esa intimidad. Estar en el mundo, sin pertenecer a él, es posible gracias al poder de Jesús, ejercido como gracia, para quienes se disponen a vivir en su intimidad. La insistencia de Jesús y de la Iglesia, al exhortar a la oración continua, responde a la necesidad de mantenerse en su intimidad. Sólo así tiene sentido la vida consagrada, en medio de las graves dificultades que se presentan en la vida secular. El texto de San Juan Apóstol y evangelista proyecta una luz de particular importancia en la actualidad.

15.- El tiempo de la oración. A la oración hay que darle tiempo y espacio (del tiempo y espacio de cada uno). Es desalentadora la comprobación de la poca o ninguna estima que muchos creyentes otorgan a la oración. A veces, hasta los mismos sacerdotes y consagrados/as. Sin ella es imposible acceder a la intimidad de Cristo y, por ello, a la gracia que hace posible la vivencia de los consejos evangélicos en medio del mundo (en la secularidad). Me atrevo a repetir, con cierta y razonable insistencia, el texto íntegro, recién mencionado, del evangelista Juan, transmisor de una de las primeras escenas de la vida ministerial de Jesús: “Al día siguiente, estaba Juan (Bautista) otra vez allí con dos de sus discípulos y, mirando a Jesús que pasaba, dijo: “Este es el Cordero de Dios”. Los dos discípulos, al oírlo hablar así, siguieron a Jesús. Él se dio vuelta y, viendo que lo seguían, les preguntó: “¿Qué quieren?”. Ellos le respondieron: “Rabbí – que traducido significa Maestro – ¿dónde vives?”. “Vengan y lo verán”, les dijo. Fueron, vieron donde vivía y se quedaron con él ese día. Era alrededor de las cuatro de la tarde”. (Juan 1, 35-39) La verdadera oración es estar con Él, aunque no le digamos nada. Sólo amándolo como Amigo, como Padre y Salvador. La contemplación, sin palabras ni emociones, sin románticas melodías ni geniales poemas; sólo mirarlo y responder a su amor con las pobres expresiones de nuestro amor. ¡Qué bien lo entienden los pobres y humildes, los niños y quienes se comportan como tales en su relación con Dios! Santa Edith Stein, tan habituada a las más elevadas especulaciones filosóficas, redujo casi todo su tiempo (largas horas del mismo) a estar con Cristo, sumergida amorosamente en su conocimiento.

16.- Aceptar la pobreza como perfección a adquirir. La conciencia de ser pobre inspirará en el creyente, en este caso en el consagrado/a, una oración pobre, simple, silenciosa y confiada. Se conformará con sus humildes – hasta harapientos – vestidos. En la biografía del Papa San Pio X se cuenta que, cuando sus hermanas fueron introducidas en su presencia, vestidas como el protocolo lo establecía, el santo Pontífice preguntó: – ¿Quiénes son esas señoras? – Cuando le dijeron que eran sus hermanas rehusó recibirlas afirmando que sus hermanas eran unas humildes campesinas de Treviso y como a tales deseaba verlas. Debieron volver a sus humildes vestidos para ser recibidas por su santo hermano Papa. La anécdota puede haber sido decorada por la imaginería de sus piadosos hagiógrafos, pero no deja de sorprendernos. Cuando oramos como el humilde publicano, muy en el fondo del templo, reconociendo nuestra situación de pecadores, Dios nos escucha con amor, nos perdona y santifica. Es una parábola muy ilustrativa. El fariseo, engreído y juez del pobre publicano, no fue escuchado y volvió a su casa con un pecado más grave sobre su conciencia. Sigue inspirándome la parábola del hijo pródigo o del Padre Bueno. Ese joven, que malgastó su herencia, vuelve hacia la casa paterna, harapiento y enfermo. El Padre lo distingue y, de inmediato, corre a su encuentro, “lo abraza y lo besa”. No le manifiesta la mínima repugnancia, al contrario. Él mismo se ocupa de cambiarlo y adecentarlo para la gran fiesta de su regreso. Así ocurre con nosotros. No espera que “nos” santifiquemos, ésa es su tarea paterna. Basta que nos orientemos a Él y nos dejemos amar, en un “abrazo y beso”, tiernos y transformadores.

17.- La oración, como aceptación del abrazo paterno. Por la oración orientamos nuestras vidas a Dios, nos dejamos sorprender por Él – en un difícil camino de regreso – y es entonces cuando nos cambia hasta hacernos santos. Es interesante recordar el texto de la parábola: “Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente; corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le dijo: “Padre, pequé contra el cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus servidores: “Traigan en seguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan un cordero engordado y mátenlo. Comamos y celebremos…”. Lucas 15, 20-24) Es lo que ocurre en esos momentos secretos e íntimos de la oración. La vida de fe – la vida cristiana y de consagrados/as – depende de esa relación con Dios. De su asiduidad y constancia. Supone nuestro esfuerzo personal, sometido a la disciplina de una vida regular, que implique generosidad y pobreza de corazón. La oración, para todo cristiano – particularmente para quienes han profesado, por un año o a perpetuidad, los consejos evangélicos – es prioritaria. Si nos falta es como si nos faltara el aire, moriríamos por asfixia espiritual.

18.- La oración: oxígeno necesario para vivir. ¡Cuántos viven muertos, por falta del oxígeno proporcionado por la oración! Aunque nos quiten el oxígeno biológico no estaremos espiritualmente muertos si nos mantenemos vigilantes en la oración. No lograríamos el ideal, que el carisma franciscano nos propone, si no nos empeñamos en vivir el espíritu de oración mediante una práctica que nos permita estar en el mundo sin pertenecerle. La observancia de los Estatutos aprobados, imprime un ritmo adecuado a la práctica diaria de la oración. Allí debe incluirse la oración vocal (Oficio de las Horas y Santo Rosario) y la celebración de los sacramentos, principalmente la Eucaristía y la prolongada adoración ante el Sagrario. Para ello, es preciso observar a los Santos Francisco y Clara, y a su extraordinaria vida contemplativa, sin perder la referencia al mundo, al que Francisco ofrece su predicación, y Clara su silencio y ocultamiento. Ambos transforman, desde su extraordinario testimonio de santidad, la conflictiva realidad del mundo. La Fraternidad Franciscana está empeñada en la presencia de ese carisma, en el mundo. La situación actual de la sociedad, que la aleja tanto del eje para el equilibrio – que es Cristo – está suplicando, con acentos angustiantes, ser evangelizada por la Iglesia. (San Pablo VI – Evangelii Nuntiandi)

19.- La Eucaristía. Decíamos que el epicentro de la vida contemplativa, en la secularidad, es la Eucaristía. Gracias a Dios está a nuestro alcance, en innumerables Sagrarios y, especialmente, en la celebración diaria de la Santa Misa. No constituye parte de la distribución habitual de nuestro tiempo. Siendo el mismo Cristo, se constituye en nuestra vida de creyentes. San Pablo lo expresa con meridiana claridad: “Porque para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia”. (Filipenses 1, 21) El Sacramento de su presencia corporal y glorificada – la Eucaristía – nos ofrece la conciencia de la fe que necesitamos para vivir en Él y testimoniarlo en medio del mundo. Es lo que cada uno debe reflexionar, ayudado por sinceros exámenes de conciencia y ardientes jaculatorias: “¡Señor mío y Dios mío!”. Los tiempos de oración nos permiten repetir los que mantuvo Jesús con su Padre y la ejemplar convivencia que sostuvieron los Apóstoles con el mismo Jesús. Por la oración, y exclusivamente por ella, se establece una vital relación con Dios, en el Espíritu, durante la cual somos santificados.

20.- Espacio necesario para la práctica de la fe. Es de vital importancia considerar la oración como el espacio principal para el ejercicio de la fe. Sin su ocupación la fe empalidece hasta desaparecer. Diversas y dolorosas experiencias explican las deserciones y fracasos. Su común denominador es el deterioro de la fe, hasta su extinción, poco o nada alimentada por la oración. No existe otra explicación. Es preciso que otorguemos a la oración la importancia que tiene. La característica de “secularidad” reclama del consagrado/a un estilo de relación con Dios del todo peculiar. Le es necesaria la oración, para vivir, en la fe, su singular calidad de testigo de Cristo: pobre, obediente y casto, en medio del mundo; pero, con la radicalidad propia de toda forma de vida institucionalmente consagrada. Para que la oración sea expresión de la fe necesita una viva relación con Cristo – Palabra de Dios – en las formas establecidas por el mismo Dios: la Escritura Santa y los Sacramentos. Ustedes lo hacen, pero, como todo “católico practicante” corren el riesgo de enfriar el calor de la relación con Dios con la rigidez de sus elaborados esquemas. Quisiera sugerirles algún antídoto que las preserve de esa enfermedad espiritual.

21.- Importancia de las Santas Escrituras. En primer lugar, la Palabra de Dios en su expresión escrita o la Sagrada Escritura. Los hermanos protestantes nos aventajan en el aprecio por la Escritura aunque parecen no lograr la perfección de la misma Palabra escrita, al no llegar al Sacramento, y en particular a la Eucaristía. Se impone un vínculo necesario entre la Biblia y todos los Sacramentos, en su origen y cumbre – Jesús sacramentado – desde la Santa Cena previa a su cruenta muerte. Después de concluido el Concilio Vaticano II se produjo, entre los fieles, un crecimiento notable del culto a la Santa Escritura. Las ediciones populares, de prolijas versiones vernáculas, contribuyeron a su difusión y piadosa lectura. Aún falta mucho por andar. Los grupos de oración impulsan la llamada “lectio divina” entre los fieles, animados por sacerdotes, religiosos y estudiosos de la sagrada Biblia. El fruto espiritual de esa práctica es inocultable. En el proceso evolutivo de la espiritualidad cristiana se arriba, como naturalmente, a los sacramentos y a la Eucaristía. No todos llegan a completar ese proceso, aunque la Palabra leída y meditada piadosamente, constituya ya una gracia que aplica el don del Espíritu, infundido por Cristo resucitado. Así lo ha reconocido el Magisterio de la Iglesia en un documento vertebral del Concilio Vaticano II (Lumen Gentium nº 16).

22.- Obedecer a Dios que habla por su Palabra encarnada. Es importante la disposición espiritual para lograr que la lectura o escucha de la Sagrada Escritura produzca frutos de santidad. Ante todo se debe recordar que no es palabra humana sino la Palabra de Dios. Desde esa convicción de fe, su lectura no estará motivada por la curiosidad intelectual o literaria sino por la fe. Pensar que es Dios quien nos habla crea, en nuestra voluntad, una humilde sumisión a su Verbo, o el cumplimiento fiel de la voluntad del Padre. No olvidemos que “hacer la voluntad del Padre” constituye la principal intención de la misión de Jesús. En alguna oportunidad expresé que la Biblia es el devocionario del cristiano. Tenerla a mano y leerla en actitud de fe es imprescindible para una auténtica vida creyente. Esa expresión de la Palabra produce la gracia, mientras se la lea o escuche con espíritu de fe: “Yo no me avergüenzo del Evangelio (de la Palabra), porque es el poder de Dios para la salvación de todos los que creen…(Romanos 1, 16). ¡Qué seguridad nos ofrece! Somos gracia-dependientes ya que de ella depende nuestra vida cristiana y, como es obvio, la vida consagrada y sacerdotal. Ponernos en presencia de Dios, leer o escuchar su Palabra, para obedecerla de inmediato, es el secreto de nuestra santificación en el mundo.

23.- La Eucaristía es la Palabra encarnada y sacramentada. Existe un ámbito privilegiado en el que debemos movernos y plantar nuestras carpas, me refiero a la Eucaristía. Debemos partir de que la Eucaristía es Cristo mismo, con su humanidad glorificada. La celebración actualiza su inmolación por amor al Padre y a los pecadores – todos los hombres sin excepción – con una presencia real únicamente perceptible por la fe. La Palabra escrita y predicada suscita la fe; la Eucaristía la pone en acción y la nutre. Es el mismo Cristo quien nos muestra sus llagas, y nos las ofrece para que las toquemos con los “dedos” de nuestra personal fidelidad al generoso e inefable obsequio de su amor. Existen dos momentos, que han privilegiado los santos, en relación con la Eucaristía: 1) La Santa Misa y la Comunión sacramental; 2) La silenciosa y prolongada adoración eucarística. En ambos se produce la intimidad con el Maestro divino, en la cual nuestra vida toda es arrebatada: “Todo el corazón, toda el alma y todo el espíritu” (primer mandamiento: Mateo 22, 37). La Santa Misa, si es posible diaria, constituye el epicentro de nuestros compromisos temporales, sean de índole espiritual o no. Es allí donde la intimidad con el Señor adquiere un particular realismo: “Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él”. (Juan 6, 55-56) Es preciso que ese momento se proyecte a lo largo de nuestra jornada y otorgue consistencia a lo que realicemos.

24.- La adoración eucarística. La adoración eucarística es el caldo de cultivo de nuestra forma evangélica de vida. Es preciso practicarla superando los escollos del tedio, de la distracción y del cansancio. Recordemos la oración de Jesús en el Huerto de los Olivos: una dolorosa y sangrienta batalla por la fidelidad a su Padre. Termina muerto y vencedor, exánime y generador de la Vida verdadera. Es entonces cuando logra manifestarse como “la Resurrección y la Vida”. Nuestro estar ante Jesús Sacramentado, durante el tiempo que resistamos, guarda un secreto de santificación inigualable. Es entonces y allí, cuando el Espíritu Santo realiza su específica obra artesanal, en los pobres de corazón que se rinden a Él. Los santos, y las comunidades cristianas, se constituyen en testigos inigualables. Es tan simple decidirlo, aunque muy trabajoso y, siempre exigente de continuas y dolorosas renuncias. Estar con Él, frente al ostensorio que contiene la Hostia consagrada, invita a la contemplación amorosa. Tiempo privilegiado para no pensar ni imaginar nada, asistidos por el conocimiento de fe proveniente de la escena asombrosa de la Última Cena.

25.- Nuestra vida cristiana – consagrada y ministerial – se nutre de ese alimento sagrado. Él está porque partió el pan y ofreció el cáliz, declarando de forma definitiva, que cumplía su promesa de hacer comestible su carne y bebible su sangre: “Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él”. (Juan 6, 55-56) Nuestra vida cristiana y, ciertamente, nuestra vida consagrada y ministerial, se nutre de ese alimento, y se debilita, hasta su extinción, si no es alimentada por Él y de Él. En la espiritualidad – que nos es propia – es indispensable la Eucaristía, que, por un inefable privilegio, podemos celebrar a diario, y prestarle nuestra humilde y silenciosa adoración. Creo que se ha producido un pernicioso decaimiento en la piedad de algunos sacerdotes y religiosos/as que, como peligrosa onda expansiva, influye negativamente en la vida espiritual y misionera de las diversas comunidades. Es de vital importancia recuperar o intensificar el fervor eucarístico para que la Iglesia se presente, ante el mundo, con toda su vitalidad evangelizadora. En mi juventud sacerdotal nos parecía imposible dejar sin la Misa diaria a nuestras comunidades, y, obviamente eximirnos – nosotros mismos – de su fervorosa celebración por motivos fútiles (días libres o vacaciones). Siempre recuerdo a uno de los sacerdotes, de mis tiempos jóvenes, muy amante del futbol: se quebró una pierna durante el juego y, al caer pesadamente, no se lamentó del sufrimiento que padecía y exclamó: “¡¡Dios mío, la Misa!!”. Ese sacerdote no celebraba por oficio, sino por amor a Jesús y a su comunidad.

26.- María, su misión materna e influencia providencial. Deseo concluir estas reflexiones acudiendo a María, Madre y Modelo de la Iglesia. La devoción que el pueblo le profesa está promovida y asistida por el Espíritu Santo. A la conducción de la Iglesia corresponde velar por su saludable desarrollo. Lo hace conduciendo piadosa y prudentemente sus numerosas peregrinaciones. También, y principalmente, desplegando su necesario Magisterio, desde una visión teológica que actúa de oportuna catequesis en las ocasiones de mayor exigencia discernitiva. El pueblo de Dios, y nosotros con él, se ha “marianizado” en el transcurso de su multisecular historia. Es admirable su sobrenatural predominio y su exacto lugar en el Misterio divino del Hijo de Dios hecho hombre. La verdad procede de lo que Dios quiere y hace, no de un frágil silogismo del entendimiento humano. El sendero humilde que Dios elige, en su Verbo eterno para llegarse al hombre, es María. Es un hecho innegable, reacio a ser sometido a los condicionamientos del antojo humano, ya que la libertad del hombre está enferma, como también su capacidad de llegar a Dios y entenderlo. María es obra de Dios, que la colma de gracia y la distingue como a ninguna otra criatura. De esa manera, Dios deja establecidos los parámetros para retomar sus necesarias relaciones con el hombre y el Universo creado. A partir de entonces, los criterios de elección divina se muestran muy alejados, hasta contradecirlos, de los empleados por el mundo. San Pablo los sabe sintetizar con asombrosa precisión: “El mensaje de la cruz es una locura para los que se pierden, pero para los que se salvan – para nosotros – es fuerza de Dios. Porque está escrito: Destruiré la sabiduría de los sabios y rechazaré la ciencia de los inteligentes. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el hombre culto? ¿Dónde el razonador sutil de este mundo? ¿Acaso Dios no ha demostrado que la sabiduría del mundo es una necedad?” (1 Corintios 1, 18-20)

27.- María, mujer creyente. Si el justo vive por la fe, como lo recuerda San Pablo, María, más que nadie, ha respondido durante su vida al don de la fe. Por ello, es modelo de creyente para quienes deben debatirse hoy en medio del mundo, viviendo “por la fe”. Es benéfico para nuestra espiritualidad repasar las escenas del Evangelio referidas a María. Su fe siempre aparece desafiada por la realidad. Cree a Dios, que se dirige a ella por medio del Arcángel Gabriel, en quien intuye al enviado auténtico del Padre. No es eximida de los densos velos que cubren la realidad “consistente”. Los trasciende con gran humildad e inquebrantable valor. Así asume su maternidad, que conoce virginal, ante un justo José consternado y profundamente atribulado. Nunca Dios abandona al creyente. En esas circunstancias, tanto María como José son socorridos y restituidos en la paz, que siempre los mantuvo estrechamente unidos. A partir de la Anunciación María nutre su contemplación con el conocimiento de que el pequeño Ser, inseminado por el Espíritu Santo en su seno, es el Hijo de Dios. La fe inspira su relación de madre y adoradora. Es muy difícil imaginarla en su recogimiento y en la silenciosa experiencia de aquel movimiento biológico que la toma por entero. Ese Ser, que es su Hijo, es también su Dios. María es la mujer del Misterio y vive envuelta en él. No consta que haya sido distinguida por visiones extraordinarias, que la eximieran de la noche oscurísima de la fe.

28.- Modelo de nuestra vida sacramental. Nos enseña a descubrir, en lo que vemos, la “realidad consistente” (Beato Newmann) que no vemos. María experimenta, como toda madre, en su seno virgen, los movimientos del Ser misteriosamente concebido, que ella sabe Dios. No duda de la palabra del Arcángel, pero, no se le facilitan otros datos que los aportados aquel día de la Anunciación. Cree en el Dios eterno – Hijo del Padre – pero ve y toca a su Hijo: carne de su carne. Durante treinta años trasciende el velo de la carne que ella, por acción del Espíritu Santo, le proporcionó. Es imposible darse una idea aproximada de la sublimidad de aquella relación: Madre-Hijo, Dios-criatura. María guarda esa inefable experiencia en su corazón, para dar sentido a su estado continuo de contemplación y para transmitirla a sus hijos (todos nosotros). En la medida de nuestra devoción a ella, aprendemos a contemplar como ella – a amar a Cristo como ella – y a compartir con otros nuestra experiencia, tal como ella lo hace con nosotros. Nuestra práctica sacramental necesita aprender de la Virgen Madre a trascender el signo sacramental para ver y adorar a Quien se nos manifiesta en él. Es más claro y patente en la Eucaristía, tanto en su celebración como en su prolongada adoración. Trascender el velo opaco del pan y del vino nos coloca frente a la realidad conmovedora del Cuerpo y la Sangre de Cristo, hecho el alimento necesario de nuestra identificación con Él: “Pan bajado del cielo”-

29.- Breve corolario. Concluyo esta reflexión recordando la afirmación del Apóstol Pablo: “La voluntad de Dios es que sean santos…”. (1 Tesalonicenses 4, 3) En alguna oportunidad expresé a futuros sacerdotes: “En el ejercicio del ministerio sacerdotal no existe alternativa: o santos o inútiles”. Podemos aseverar lo mismo de todo bautizado en vista al cumplimiento de su misión evangelizadora en el mundo. La ausencia de una tendencia firme a la santidad desfigura a la Iglesia ante el mundo o la convierte en una ONG sin relevancia espiritual. Lo mismo digamos de sus principales expresiones sociales: el ministerio sagrado, la vida consagrada, la familia cristiana y las instituciones que la presentan. Hemos procurado hallar en esta forma de la Vida Consagrada – los Institutos Seculares – la exigencia de santidad que Dios y el mundo le reclaman y su posibilidad. De todos modos, quedan amplios espacios para la reflexión y la oración.