I LA HUMILDAD (introducción)

1.-María: humildad y transparencia. Virtud sin la cual es imposible el bien y la verdad. La expresión parece exagerada. No lo es ya que responde a la verdad, a toda la verdad. Sólo quien es humilde logra poseerla y transmitirla fielmente. María es modelo admirable de humildad; en ella debía encarnarse el Verbo que es toda la Verdad. Recibe al Verbo eterno y lo formula, con absoluta fidelidad, en el lenguaje de su carne santísima y virginal. Es auténtica creyente: recibe la Palabra y la transmite a los hombres, sin que su condición humana la deforme o debilite. En la primera noche de Navidad Dios hace depositarios, a todos los hombres, de su Verbo, eligiendo y preparando el mejor y más fiel instrumento: María. La humanidad, que el Verbo toma de María, es fiel transparencia de Dios, y lo será a la perfección, a partir de la Resurrección. Ya, durante su ministerio público, lo da a entender a sus discípulos, deseosos de conocer al Padre: “Felipe le dijo: “Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta”. Jesús le respondió: “Felipe, hace tanto tiempo que estoy con ustedes, ¿y todavía no me conocen? El que me ha visto, ha visto al Padre(Juan 14, 8-9). Mirarlo es ver a Dios, cuyo rostro paterno y misericordioso quiere así revelarse al mundo.

2.- En Cristo somos reconocidos por el Padre. En Él conocemos el plan de Dios, ofrecido con amor para que se cumpla en nosotros. Jesús nos redime de nuestros pecados, pero, también se constituye en nuestro modelo de vida. En Cristo vemos cumplido el proyecto humano que debe regirnos para ser auténticos seres humanos. Es “el Hombre que Dios quiere de cada hombre”. Así lo presentó San Juan Pablo II en su primera Carta Encíclica: Redemptor hominis. La relación con Él, mediante la fe, debe aclimatar nuestra vida cotidiana. La mediocridad es triste porque nos separa de nuestro Modelo y malogra nuestra vocación. El pecado nos hace descender a ella, hasta dominarlo todo, y debilitar las situaciones más nobles y puras. El embrutecimiento de padres y esposos aparece en las crónicas policiales con rasgos aberrantes. El antídoto contra tanto mal es el Evangelio – el mismo Cristo – vivido sin equívocas interpretaciones. San Pablo, cuando se refiere al Evangelio, es muy explícito: “Yo no me avergüenzo del Evangelio, porque es el poder de Dios para la salvación de todos los que creen…(Romanos 1, 16).

3.- Dios, el más “pobre” en Cristo pobre. El poder de Dios es la gracia que opera en nuestro ser hasta conformarnos a nuestro Modelo. Nos referiremos a la humildad como la observamos modelada en Jesús. Es el rasgo más destacado de su personalidad en relación con nosotros. Si, para definir a Francisco de Asís utilizamos el verbo italiano “poverello”, mayor razón nos asiste cuando intentamos calificara Quien es el Modelo de Francisco. Cristo es Dios hecho Hombre y pobre. ¡Qué misterio de amor! Quien es Todo – y por “quien fueron todas las cosas creadas” (Colosenses 1, 16)- se anonada hasta el extremo inimaginable de mezclarse con nosotros, como uno más, sin disminuir en nada su naturaleza divina. Sólo el amor puede ser el móvil de esa decisión. Somos amados por Dios hasta ese extremo “estremecedor”. Es una idea, que nuestra mente debe abrigar cada día, hasta el último de nuestra vida temporal. Nos invita a imitarlo y a sintonizar nuestros humanos sentimientos con sus continuos gestos de amor. No podemos más que amar a Quien nos ama hasta ese alto grado de amor. La vida del cristiano (sacerdote, consagrado o laico) consiste en esa “sintonización” esforzada y generosa.

4.- Dios hace a los Santos. No nacemos santos, Dios nos hace santos, no sin nuestra insustituible y débil cooperación. Hay gente “buena”, pacífica, tímida, socialmente disponible al servicio solidario, pero, incapaz de lograr la santidad. Entre los santos identificamos todos los temperamentos, funciones y estados de vida. El santo no constituye la concreción de un prolijo proyecto humano. Dios toma cada persona y la conforma con el ideal de perfección que Cristo modela para todos. El Santo no es simplemente un ser “bueno”; su virtud consiste en dejar que Dios obre, con absoluta libertad – en su ser y en su historia- mediante la acción santificadora de su Santo Espíritu. Dios se empeña en “que su voluntad se haga”, a partir de la identidad personal que a cada cual otorgó como criatura suya. El pecado se ha infiltrado como el aceite en la piedra. ¿De qué manera se podrá borrar el aceite de la piedra? ¿Será preciso optar por la muerte o destrucción de la piedra, para que desaparezca el aceite? Jesús aceptó la muerte para vencer en nosotros el pecado. La conversión es una forma de participación de esa muerte saludable. La gracia de Cristo provoca la muerte del “hombre viejo” para dar lugar, definitivamente, al “hombre nuevo”, creado “a imagen de Dios, en la justicia y en la verdadera santidad”. (Efesios 4, 24)

5.- La penitencia y la conversión convergen en la santidad. Además, según prescribe la Ley, casi todas las purificaciones deben hacerse con sangre, ya que no hay remisión de pecados sin derramamiento de sangre”. (Hebreos 9, 22) Aunque Cristo pagó nuestras deudas con el derramamiento de su preciosa Sangre, no estamos exentos de derramar simbólicamente la “sangre” de nuestros pecados, mediante la penitencia y la sostenida conversión. Gracias a Él, nuestra “penitencia y conversión” arriban a la santidad. ¡Cuánto nos cuesta sufrir nuestros padecimientos físicos y espirituales! Si no decidimos internarnos en esa senda estrecha no arribaremos a la Vida: “Pero es angosta la puerta y estrecho el camino que lleva a la Vida, y son pocos los que lo encuentran”. (Mateo 7, 14) Necesitamos una motivación para lograrlo. Ella consiste en el amor a Cristo, que eligió para Sí, con su Padre y el Espíritu, el camino escarpado de la cruz. Su amor nos permite acceder al sentido redentor de la cruz que nos toque cargar. Quien intente escapar del sufrimiento, se sale de la vida y de la Redención. Existe la irrefrenable tendencia a escapar del sufrimiento – el que viene adherido a la vida temporal – por diversos y cuestionables medios. Algunos de ellos se constituyen en hábito oculto, otros llegan a la locura y a la aberración. Me estoy refiriendo a todo tipo de adicción, como el alcoholismo y la drogadicción, la avaricia, el sexo y la comida.

6.- Para renunciar es preciso ser humilde. En su exhortación, Jesús subraya la inevitable condición para seguirlo: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue su cruz cada día y me siga”. (Lucas 9, 23) La renuncia es posible gracias a la práctica de la virtud de la humildad. Desde ella se produce la conversión del sufrimiento cotidiano en redención. Jesús va delante, por eso nos invita a seguirlo, y, asumiendo nuestras penas y cargando nuestros pecados, nos hace – unidos a Él – partícipes de nuestra propia redención. La vida cristiana se construye sobre la base de la humildad. La renuncia se constituye en una muerte saludable, como la adoptada ejemplarmente por Cristo. Es una “muerte” que conduce a la Vida eterna. Existe un natural y comprensible rechazo a la muerte. Me refiero a la muerte como despojo inevitable de la única forma de vida que conocemos: la que se desarrolla en el tiempo, hasta su extinción biológica. La humildad o “renuncia a sí mismo” produce la muerte, pero, con perspectiva segura de Vida eterna. La fe viva pone, a los creyentes, en condiciones para enfrentar la humillación, incluyendo el hecho biológico de la muerte temporal, con una conformidad serena y esperanzada. El pecado del mundo, que el Cordero de Dios vino a eliminar, es la soberbia que lo destruye todo, al mismo ser que la ha elegido como forma de ser en la historia. La renuncia, a la que exhorta Jesús, consiste en el despojo voluntario de todo egoísmo, centrando la vida principalmente en Dios. El pecado consiste en la siniestra sustitución del Dios verdadero por el principal de todos los ídolos: uno mismo. La “auto referencia”, tan impuesta por la sociedad, predomina en las relaciones interpersonales. El culto a la propia personalidad invade las mejores manifestaciones familiares y de amistad. Únicamente la santidad logra una efectiva liberación de ese “pecado del mundo”.

7.- La gracia es “el poder de Dios” que hace posible la humildad. El Evangelio, “poder de Dios que salva al que cree”, según la expresión de San Pablo, en su Carta a los Romanos, se constituye en la gracia que hace posible dominar la rebeldía de la carne, en la soberbia de la vida. Y lo logra en los testigos de la santidad, que la Iglesia propone como modelos cuando decide canonizarlos. El “pecado” del mundo está instalado en personas e instituciones que, con frecuencia, se autocalifican adherentes a diversas religiones, incluyendo la cristiana. Jesús denunció esa presencia entre los fariseos y escribas, y, particularmente, en la casta sacerdotal. Su venida contrarresta la influencia diabólica del pecado. La reacción adversa no se deja esperar: Cristo es acusado injustamente de blasfemo y enemigo del culto promovido por aquellos dirigentes del pueblo. Así llega al juicio – tramado maliciosamente por sus perseguidores- y a la cruz. Todo lo acepta para desinstalar el pecado y recuperar el predominio del amor en el mundo. Sus mismos ejecutores están llamados a beneficiarse de su muerte humillante y cruel. Muchos abandonarán su resistencia ante tan alta y conmovedora expresión de amor. Su consecuencia será la santidad participada de Quien se anonada y muere por amor a los hombres, revelando, de esa manera, el Amor eterno y sin fronteras de Dios: “Porque Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna”. (Juan 3, 16)La Iglesia, en la contemplación de ese Misterio divino, no cesa de mantenerse en vela. Es la Verdad que aprende y debe testimoniar a todos. No hay otra verdad, es un engaño pensarlo. Cristo es la Verdad, confesada abiertamente por Él: “Yo soy el Camino, y la Verdad, y la Vida…” (Juan 14, 6), si creemos en Él no podemos dejar de creer en su enseñanza. El creyente lo refiere todo a Cristo y, por lo mismo, no admite otras “verdades” que lo contradigan como Absoluta Verdad. No logra ser auténtico creyente mientras no se apropie esa Verdad y se empeñe en regular su vida adhiriéndose fielmente a Ella.

8.- Predispone el ser para la santidad. La humildad predispone la voluntad para la renuncia a todo lo que se opone a Cristo. La vida cristiana consiste en un sendero ascendente hacia la santidad como único ideal de vida. Amar a Cristo es conocer esa Verdad y hacerla propia. Perdemos el tiempo, permaneciendo en la absoluta ignorancia, cuando por poseer verdades relativas descuidamos el aprendizaje de esta única Verdad necesaria: “Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas. Sin embargo, una sola es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada”. (Lucas 10, 41-42)Cuando no logramos este objetivo nos urge medir el grado de nuestra humildad. Es allí donde se produce la falla que pone nuestra espiritualidad cristiana (sacerdotal, de consagrados, laical y conyugal) al borde de la disolución. Es allí donde se funda el proceso que conduce directamente a la santidad y, por ende, a la sabiduría. Los maestros de la vida espiritual, y excepcionales prácticos de la santidad – como Santa Teresa de Jesús – aconsejan obrar sin dilaciones y generosamente.

9.- “Es sabio quien hace la voluntad de Dios, y deja la suya” (Kempis). Es preciso recorrer los pasos que conducen a la humildad. Ante todo una sana aunque dolorosa visión de sí. No somos lo que pretendemos ser y, fácilmente, nos disfrazamos con vestidos inapropiados o teñimos nuestro verdadero rostro con un extraño maquillaje, que resalta nuestro vacío interior y extrema pobreza. El autor del clásico libro “la Imitación de Cristo” – el agustino Tomás de Kempis – hace casi seis siglos escribía: “Verdaderamente es grande el que tiene gran caridad. Verdaderamente es grande el que se tiene por pequeño y tiene en nada la cumbre de la honra. Verdaderamente es prudente “el que todo lo terreno tiene por estiércol por ganar a Cristo” (Filipenses 3, 8) y verdaderamente es sabio aquel que hace la voluntad de Dios y deja la suya”. (Cap. III) Jesús enseña a vivir a quienes deciden ser sus discípulos. Sus enseñanzas son prácticas, distantes de toda especulación y orientadas a convertirse en obediencia a la voluntad de Dios. El discípulo no aprende lo que no hace vida. Transcribo la última línea del Kempis: “Es sabio aquel que hace la voluntad de Dios y deja la suya.” La renuncia, que supone la práctica de la humildad, es dejar la propia voluntad, opuesta a la de Dios. Decisión humanamente impracticable – acontecido el pecado – que se constituye en un imposible sin la gracia. Quienes son auténticamente humildes obtienen una dependencia absoluta de la gracia. Por eso son humildes y ascienden con rapidez por el auténtico sendero a la santidad. La existencia del pecado inclina la voluntad al mal. San Pablo ofrece, examinándose sinceramente, una descripción dramática del estado de la voluntad humana: “En efecto, el deseo de hacer el bien está a mi alcance, pero no el realizarlo. Y así, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero”.(Romanos 7, 18-19) En otra de sus Cartas el Apóstol refiere la respuesta de Cristo a su angustioso reclamo: “Tres veces pedí al Señor que me librara, pero él me respondió: Te basta mi gracia, porque mi poder triunfa en la debilidad”. (2 Corintios 12, 8-9)

10.- La humildad es fruto de la gracia de Cristo. La gracia, que ilumina y capacita, está al alcance de nuestra mano. Cristo está aquí, junto a nosotros, más dentro de nosotros que nosotros mismos. Nos ha dejado los signos de su presencia real, gracias a su Palabra y a sus sacramentos, particularmente en su cumbre: la Eucaristía. Nos resta escuchar, obedecer y celebrar. Cada término posee una carga vital de honda gravitación en la vida de fe de cada uno de nosotros. Volvemos a la necesidad de la fe para llegarnos a Dios. Cuando pretendemos ver y tocar, sustituyendo a Dios y a su Palabra con visiones y revelaciones privadas, no hacemos más que internarnos en un tembladeral que nos despista de Dios. Es el engaño diabólico que desorientó a los primeros padres y que, aunque vencido por Cristo, está agazapado en nuestra vida, sacudida por la tentación. La humildad prepara el corazón para vivir de la fe e introduce al creyente en la dimensión donde Dios se comunica y realiza su obra santificadora. Sin ella la fe es condenada a la muerte: “¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Acaso esa fe puede salvarlo?” (Santiago 2, 14). La humildad compromete desinteresadamente a quien cree. Porque mediante la renuncia que incluye, pone en acción la caridad – mediante las obras – y se presenta viva y contagiosa. Sin la humildad, que conduce a realizar las obras del amor, la fe se presenta como una débil adhesión del intelecto, que no alcanza para impregnar la vida de quienes dicen creer.

II LA CARIDAD

11.- Sin humildad es imposible el amor. Sin humildad es imposible la caridad y, por lo mismo, la construcción de una fraternidad auténtica. La ascética, al servicio del proceso de perfección o santidad, incluye la decisión generosa del creyente. Dolorosa y perseverante determinación. El sendero hacia la santidad no es placentero, ni fácil. La gracia no facilita las cosas, hace posible su realización. Para los santos, como Santa Teresita del Niño Jesús, el sufrimiento logra apasionar sus corazones amantes de Dios. No buscan el sufrimiento por el sufrimiento, sería enfermizo, sino por su exclusiva capacidad de expresar el amor generoso y puro de todo egoísmo. La Doctorcita de Lisieux no llegaba a comprender el Cielo, amor perfecto, sin el lenguaje humano del sufrimiento. Ella no conocía otra expresión auténtica del amor que las penas aceptadas en el silencio de la Cruz de su Amado. Este pensamiento conduce a una conclusión que el mundo no entenderá jamás. Los padecimientos, inherentes a nuestra condición humana, adquieren su sentido en los que padeció Cristo por todos y cada uno de los hombres. El amor de Dios llega al extremo inexplicable de la Encarnación de su Hijo divino. Una auténtica encarnación humana que, por lo mismo, incluye el dolor y la muerte. Jesucristo es verdadero hombre, pero, inocente de todo pecado, carga sobre sí sus consecuencias dolorosas. Sus padecimientos – absolutamente inmerecidos – son reales, y adquieren una impresionante dimensión humana en la Cruz. Su contemplación logra una reacción capaz de otorgar sentido a cada padecimiento y, de esa manera, convertirlo en perdón de los pecados y senda de santidad.

12.- La fortaleza en el sufrimiento proviene de la humildad. En la práctica de la humildad está principalmente incluida la cruz. Padecer los sufrimientos, con paciencia y silenciosa dulzura, es producto de la renuncia mencionada más arriba. Las ocasiones no se dejan esperar. En cada día, y en cada momento del mismo, el sufrimiento se hace presente. No lo podemos eludir, ni debemos eludirlo, ya que constituye el indicio de que estamos vivos. Un gran Obispo, ya difunto, me escribía: “¡El sufrimiento, ese “condimento” inseparable de nuestra vida!”. Sin él no vivimos, ya que no experimentamos el tránsito del tiempo y del espacio. Pretender eliminarlo por completo es optar por excluirse de la vida misma. Las adicciones, todas ellas, responden a la pretensión de huir de los sinsabores de la vida cotidiana y empeñarse en nuevas y alucinantes experiencias, con diversos grados de enajenación. Los santos han comprendido el secreto, humanamente inexplicable, que posee ese acceso al Espíritu santificador denominado por el mismo Jesús con el término: Cruz. Lo importante es introducirse en él sin temor, dispuesto siempre a la renuncia al vano placer que ofrece el mundo. También al que abrigamos en nuestro interior, difícilmente reconocible en su real malignidad. Recordemos que tanto Eva como Adán fueron engañados por el Maligno.

13.- La contemplación de Quien, por la Cruz, nos ofrece todo el amor de Dios. El pecado consiste en dejarse engañar, sabiendo que es mentira la aparente belleza del mal que se propone como bien. Ceder a la seducción de esa apariencia incluye culpabilidad, de otra manera no existiría el pecado. Para vencer la tentación es preciso hacerse violencia: doblegar la fuerte propensión al mal y negarse el engañoso placer que proporciona lo prohibido. Únicamente la contemplación piadosa del Misterio de la Cruz logra identificarnos con Quien nos ofrece todo el amor de Dios. El sufrimiento no se agota con los padecimientos físicos y espirituales; encuentra, en el don total de la propia vida, su misteriosa capacidad redentora. El sufrimiento, ofrecido por amor, redime del pecado y santifica. El sufrimiento, asumido heroicamente por Jesús, redime a la humanidad. Por su intermedio el amor conmovedor de Dios “quita el pecado del mundo” y toma la imagen expresiva del Cordero. Se deduce que el amor, así expresado por Dios, purifica del pecado – que ha hecho pecador al ser humano – y convierte en santo a su responsable. La gracia es el amor de Dios que actúa toda su capacidad redentora. Confiar en Dios es manifestar la seguridad, generada por la fe, de que somos infinitamente amados, en el mismo acontecimiento de la Muerte y Resurrección de Jesús. San Pablo y la mayoría de los Santos, canonizados por la Iglesia, manifiestan una conmovida afición a la contemplación de la Muerte de Cristo en la Cruz. Es allí donde comprueban hasta qué extremo los ama Dios: “Porque Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna”. (Juan 3, 16)

14.- El sufrimiento y su capacidad expresiva del amor auténtico. El amor, así expresado, llama a la plena comunión con Dios. La identificación, que la comunión produce, se visualiza en la vida cotidiana y trasciende lo que parece trivial e insustancial. Las penurias y humillaciones de esta vida carecerían de sentido sin esa comunión con el Dios, Cordero inmolado por amor. Me refiero a Jesucristo. La experiencia de todos los santos confirma esta verdad. Jesús, aceptando la humillación y la muerte en cruz, demuestra que el sufrimiento obtiene allí su capacidad expresiva del amor auténtico: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos”. (Juan 15, 13) No existe un amor más grande que el suyo por nosotros. De allí extraen los mártires la fortaleza necesaria para enfrentar los indescriptibles tormentos que debieron – y deben – enfrentar por permanecer fieles al Amigo que dio su vida por ellos. No siempre se dan esas circunstancias. La vida de fe, aún sin los tormentos infligidos por crueles perseguidores, es martirial. La vida de fidelidad a Dios transcurre entre lágrimas y esperanzas. Ambos aspectos constituyen su carácter “martirial”. En la contemplación del divino Mártir- exánime en la cruz – los Santos encuentran el acceso directo a la santidad. Es allí donde aprenden a ser pacientes y dulces, aun derramando lágrimas, y, al mismo tiempo, valientes en la confesión de amor a su Señor, enfrentando la hostilidad violenta de un mundo incrédulo y mezquino.

III LA FRATERNIDAD

15.- Sin cruz no existe la fraternidad. En base a lo que reflexionamos sobre la humildad, aprendida en la humillación – causada por los padecimientos cotidianos- podremos abordar el tema siguiente: La Fraternidad. El amor supone renuncia a la pretensión de vivir para sí, desplazándonos del centro de nuestros intereses: lo celosamente guardado como “propio”. La vida misma, cuidada como el avaro a su fortuna, sin perderla por quienes decimos amar. La enseñanza de Jesús es definitiva, no tolera otras versiones de la verdad, que la contradiga. El Señor enseña lo que constituye su vida entre nosotros. Su amor, que es el de Dios (porque es Dios), excluye la mínima partícula de egoísmo. Contradiría su propia esencia divina. En Dios no puede haber pecado, sería absurdo y contradictorio. Cristo carga nuestra debilidad, sobre sus hombros inocentes, como si fuera culpable de nuestras culpas. Se pone en nuestro lugar, para recibir el castigo que nos granjeamos y que Él sufre por nosotros: “¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que él? Nosotros la sufrimos justamente porque pagamos nuestras culpas, pero él no ha hecho nada malo”. (Lucas 23, 40-41) De esa manera nos anuncia la paternidad de Dios, nos enseña a ser sus hijos y a comportarnos como hermanos. Él mismo, mediante su encarnación, se constituye en el primero, en una multitud de hermanos (Romanos 8, 29), estableciendo que la fraternidad está fundada en el amor sin límites: “Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin”.(Juan 13, 1) O, en otras versiones españolas: “los amó hasta el extremo”.

16.- Aprender de los Apóstoles. No debe sorprendernos que los Apóstoles, particularmente Juan, insistan en la exigencia evangélica de una respuesta de amor, al que Dios nos profesa en su Hijo encarnado. Esa respuesta incluye necesariamente el amor fraterno. El Modelo del mismo es quien llega al extremo de la Cruz. Juan advierte a los cristianos que no hay amor a Dios sin amor a los hermanos. La medida del mismo es la sin-medida establecida por el Señor: “Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros”. (Juan 13, 34) El Apóstol Juan es el más lúcido intérprete de este mandamiento. Es oportuno recurrir a sus Cartas: “Queridos míos, si Dios nos amó tanto, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros”. (1 Juan 4, 11) La fraternidad es fruto del amor que Jesús profesa a todos los hombres – a cada uno de ellos – constituyéndose en modelo perfecto, mediante su aceptación de la Cruz. Existe una propensión a medir, a canjear, a guardar para sí, a negarse a compartir lo más propio. El “apego” a personas, a cosas y a opiniones, representa el denominado “amor propio” del que algún santo afirmaba dejar de existir un rato largo después de la muerte. Es significativa la auto referencia continua, que condiciona toda conversación, incluso entre personas virtuosas. Los santos se destacan por no hablar de sí, de sus experiencias exitosas y de sus ocurrencias intelectuales. 0yen atentamente a los otros y no contraponen sus propias opiniones y experiencias a lo que escuchan. El ejercicio de ese “silencio” es doloroso y nada gratificante. La verdadera mortificación – lo dice el mismo término – consiste en renunciar a la propia auto referencia (a “morir” a ella).

17.- El amor propio se opone a la fraternidad. La fraternidad se intensifica y crece en la medida de la desaparición consciente del amor propio. En otra ocasión he afirmado que en la enorme constelación de los ídolos, el más importante, el que mantiene su indiscutido liderazgo es el propio “yo”. Destronado éste, todos los demás, aunque se presenten con un voltaje altísimo de seducción, pierden su dominio hasta desaparecer. En el elenco admirable de los Santos, canonizados o no, abundan los ejemplos de conversos a la virtud, después de haber vivido de rodillas ante las riquezas, los placeres, el poder y todo tipo de vanidades. Producida la renuncia a sí mismo – sometido el ego al amoroso dominio de Dios – la conducta se arregla sin dejar nada fuera del orden establecido por el Señor. ¡Qué otro es el Francisco de los primeros años, a quién se manifestó después del encuentro con el Señor, que le ofreció ser partícipe de su pobreza y humano anonadamiento! ¡Qué otro el Agustín desorientado del mundo filosófico cartaginés, al que finalmente encuentra la luz de la fe y se convierte en un santo Obispo y sabio Doctor de la Iglesia! ¡Qué otro el orgulloso Vizconde de Foucauld al Padre Charles de Foucauld, humilde ermitaño del Sahara, dedicado a la contemplación y al servicio de los más pobres! Sería inagotable la enumeración de hombres y mujeres que lo dejaron todo para ser de Cristo, y consintieron ser santificados por su Espíritu. Todos ellos debieron decidir destronarse, como líderes de todos sus ídolos, en una ejemplar renuncia. Con la mirada fija en Quién los Apóstoles fijaron la suya y fueron transformados por Él.

18.- En el encuentro con Cristo se aprende a ser fraternos. La consecuencia natural de un encuentro personal de esa naturaleza es la convivencia o la formación de una fraternidad. Es claro el pasaje relatado por Juan: “Los dos discípulos, al oírlo hablar así; siguieron a Jesús. Él se dio la vuelta y, viendo que lo seguían, les preguntó: “¿Qué quieren?”. Ellos le respondieron: “Rabbí – que traducido significa Maestro -, ¿dónde vives? “Vengan y lo verán”, les dijo. Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él ese día”. (Juan 1, 37-39) Al Maestro no se lo conoce si no se lo ama. El vínculo que debe unir a los miembros de una fraternidad es el amor, que nace en el encuentro y crece, y se afianza, en la convivencia fraterna. Jesús es causa y Maestro inigualable de toda auténtica fraternidad. Por ello el mandamiento nuevo del amor hace referencia a su Persona: “Este es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros, como yo los he amado. No hay amor más grande que dar la vida por los amigos”. (Juan 15, 12-13) Su amor es el más grande ya que es ofrenda de su vida, incluso a quienes se la arrebatan sin piedad. Es más feliz el que da que quien recibe. Cuando la dádiva se refiere a la propia vida se transforma en amor. El que ama hasta ese extremo es feliz, y su felicidad es auténtica plenitud de lo que ofreció a quienes ama. La Vida plena de la Resurrección es misteriosa consecuencia del despojo que coronó su muerte en Cruz. Es difícil entender que para llegar a esa plenitud de Vida – que es la Resurrección – no exista otro sendero que la muerte. Ley universal, cualquiera sea su forma de acontecer, la muerte – consecuencia del pecado – es vencida por Cristo, transformándola en un acto de amor redentor. El “querer” del común de los mortales es un “querer para sí”, en cambio, el de Cristo incluye el olvido voluntario de su condición: “Él, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de esclavo y haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose con aspecto humano, se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz”. (Filipenses 2, 6-8)No ama quien busca, en la persona amada, su exclusivo provecho e interés. El “te quiero porque me gustas” y “mientras me gustes”, es mezquindad y puro egoísmo. ¿No son esas las normas que regulan el comportamiento de quienes dicen amarse? No es correcto generalizar, pero, constituye un común denominador, que entristece y asfixia la vida.

19.- Cada uno debe hacerse cargo de la propia culpa. La fraternidad supone el amor clavado en la cruz de los padecimientos, derivados de innumerables e inevitables roces, en cada jornada ordinaria. Es absurdo ser fraternos y mantener resentimientos, devenidos del odio o de prolongados desentendimientos personales. En los ambientes religiosamente más selectos aparece el desamor, y su consecuente influjo destructivo, con demasiada frecuencia. Es preciso arreglar los corazones y regresar a la base de un proceso de fe interrumpido, o nunca iniciado. El enrarecimiento del clima fraterno de una comunidad exhibe elementos no denunciados a tiempo y no eliminados oportunamente. Es injusto cargar toda la responsabilidad sobre unos y sobreseer completamente a otros. Cada uno debe hacerse cargo de la propia culpa y revisar los fundamentos de la propia conversión. Sin duda existe una innegable gradualidad, conforme a la misión que a cada uno corresponda, en la sociedad o en la comunidad en la que se encuentre inserto. Quienes ejercen una función dirigencial y delinquen se exponen a una sanción más severa impuesta por la Ley divina y humana. Somos doloridos testigos de la justa reacción popular y de la justicia, correctamente administrada, ante los incalificables abusos de menores, cometidos por quienes debieron ser educadores y custodios de los valores morales de los mismos. San Juan Bosco enseñaba que el amor debía inspirar la tarea educativa. Un amor que, a ejemplo de Jesús, llega a la renuncia de la propia vida. Es el que debe prevalecer en las relaciones auténticamente fraternas.

20.- El amor del Padre debe ser objeto de nuestra imitación. Amor que borra todo resabio de egoísmo. Que no quiere para sí más que amar a la persona amada, excluyendo – esforzada y progresivamente – todo interés, para consumo solitario e incompartible. Vivir hace referencia necesaria a otra persona. Primero y absolutamente al Dios personal, en Quien se halla la perfección del amor: “Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo”. (Mateo 5, 48) El amor auténtico trasciende toda sensible emoción que, por afectar los sentimientos, es transitoria y cambiante. El amor de Dios es eterno e indestructible, el de la persona humana, para obtener su perfección, debe participar de la que es propia de Dios. El texto mencionado es por demás claro: la perfección del ser humano consiste en lograr la similitud con Dios, por ello, Jesús presenta al Padre Celestial como modelo a imitar. Si no se entiende la naturaleza del amor, revelada en el Misterio del Hijo encarnado, no se produce un auténtico empeño por constituirlo en el ideal de la propia vida. Imitar a Dios, en lo que constituye su esencia, es el único proyecto de vida válido. Jesús no vacila cuando lo afirma ante sus discípulos. Es el motivo del amor – de carácter fraternal – que debe vincular a las personas que comparten la misma comunidad. Por ello, demanda un auto examen constante, que se vuelve más difícil que la superficial enumeración de actos de virtud, contenidos en un infantil contador, escondido en los pliegues de la ropa. Imitar a Dios no aguarda celebrar el triunfo de actos piadosos programados y cumplidos con meticulosa exactitud.

21.- Como el Padre: Amen a todos. Examinarse en el amor, antes que llegue “el atardecer de la vida” (San Juan de la Cruz), consiste en evaluar si nuestro comportamiento ha sido, o no, la abnegada renuncia a los propios intereses en favor de los hermanos más necesitados. Los más necesitados, y preferidos de Dios, son los pecadores y los injustamente tratados por la sociedad. Son los principales sufrientes, por causa de su alejamiento de Dios y del maltrato a que son sometidos por la sociedad – injusta e indiferente – tengan o no bienes de fortuna. Pero ¿Cómo? Nos preguntaremos abrumados por los conflictos interiores y exteriores. ¿Cómo vencer la resistencia de nuestro amor propio, que pretenderá imponer su orientación pecaminosa? Más aún cuando la opinión de muchos indica, como logro, lo que la enseñanza y el ejemplo de Jesús manifiestan que otra es la voluntad del Padre. El Señor muere suplicando el perdón de su Padre para sus injustos ejecutores. Pero, al corregir la doctrina sobre el amor al prójimo- del Antiguo Testamento – escandaliza a sus sorpresivos seguidores con este nuevo precepto del amor: “Ustedes han oído que se dijo: amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir su sol sobre malos y buenos, y hace caer la lluvia sobre justos e injustos”. (Mateo 5, 43-46)Y vuelve a presentar el comportamiento de Dios como modelo para regir la conducta y el pensamiento de quienes integrarán el Reino, “su” Reino. Corremos el riesgo de abandonar – teórica o prácticamente – su compañía por no entender su discurso, de firme contextura doctrinal. ¡Qué frágil e inconsistente se manifiesta la fe, que decimos profesar, cuando no conforma esa desafiante imitación del Padre! Los discípulos – fieles Apóstoles y otros admirables seguidores y seguidoras – permanecen a su lado. Trascienden su actual capacidad de entender las palabras del Maestro y se aferran fuertemente a su persona. Creen en Él y vencen su cortedad actual con la absoluta confianza que les inspira. Las palabras de Pedro, en aquellas mismas circunstancias, son, sin duda, la opinión de los discípulos fieles: “Señor, ¿a quién iremos? tú tienes palabra de Vida eterna”. (Juan 6, 68)

22.- No descuidar la intimidad con el Maestro divino. Aquellos hombres y mujeres, aprendieron lo que Jesús les enseñaba manteniendo una indisoluble relación personal con Él. Aquel discipulado, del que los Apóstoles fueron los más aventajados, y que se prolongaría en los Santos, de toda época, condición y misión, posee un misterioso anticipo cuando los discípulos de Juan Bautista aceptan de Jesús la invitación a satisfacer su inspirada curiosidad: “Señor, ¿dónde habitas?”.Con el tiempo, especialmente a partir de la era post pascual, marcada por la presencia del Espíritu de Pentecostés, es así como todos los cristianos tendrán que aprender la enseñanza de su Maestro divino: en la intimidad y el silencio de su Casa, donde habita y ejerce su singular Magisterio. Es allí donde aprenden a ser como Él (de Él), alejados de todo peligro de equivocar el camino. Cuando descuidamos esa intimidad, o simplemente la abandonamos, recurrimos a las “ideologías” y convertimos a la Iglesia en una ONG. Es entonces cuando- la Iglesia de Cristo – pierde su capacidad testimonial y su eficacia evangelizadora. La falta de vigencia de los valores humanos y evangélicos ¿no corresponde acaso al debilitamiento de esa intimidad discipular? Es una buena ocasión para un severo examen personal.

23.- Dios se hace íntimo nuestro para hacernos sus íntimos. La intimidad con el Maestro se inicia y desarrolla en la oración contemplativa. Durante la misma no se deben descuidar algunos aspectos esenciales: 1) Concentrar la atención en Dios, excluyendo todo interés ajeno a su divina presencia; 2) Dejarse ilustrar por la Palabra, leída piadosamente. 3) Dedicarle todo el tiempo posible, aunque resulte tedioso o “perdido”. La oración no es una reunión de negocios, ni está motivada por presiones ocasionales. Es un encuentro personal con el Dios que nos ama y busca insistentemente nuestra compañía. Entonces comprobamos su grandeza de Dios y su ternura y cercanía de Padre. Es oportuno recordar la parábola del hijo pródigo y otorgar, a cada una de sus significativas escenas, el valor que se desprende de ellas. Dios es Quien está cuidadosamente descrito por Jesús: su Hijo encarnado. Es el Padre Bueno, en paciente espera de su hijo menor que aún, hasta el reencuentro, vaga sin rumbo. Su interés por recuperarlo llega a la humana ansiedad, expresada en aquella dramática parábola. Recuerdo el bello poema, recitado en nuestra Liturgia de las Horas: “¿Qué interés se te sigue, Jesús mío, que a mis puertas cubierto de rocío pasas las noches del invierno crudas?“ No es un recurso poético para manipular los sentimientos, sino una forma humana – tomada de nosotros – para expresarnos su amor. A partir de la Encarnación, su relación con nosotros se apropiará de imágenes, palabras y acontecimientos humanos, para volcar allí toda su Verdad.

24.- Se vale de lo nuestro para darnos lo Suyo. Dios se vale de lo nuestro, tan pobre, para darnos lo suyo, tan infinitamente rico. Recordemos la conversión del agua en vino y la multiplicación de los panes y pescados. Nuestra humilde agua es transformada en vino de la mejor calidad y, los escasos panes y peces, que no alcanzarían para saciar a una persona adulta, son compartidos por una multitud. El Verbo toma nuestra misma naturaleza, como se halla a causa del pecado – sin ser responsable Él de la comisión de ese pecado –y extrae de nuestros límites e imperfecciones la misteriosa capacidad de revelarnos la Verdad y suministrarnos la gracia de la Salvación. En Cristo el Dios invisible se hace visible. En sus gestos y palabras se manifiesta el Padre con extraordinaria transparencia: “Felipe le dijo: Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta. Jesús le respondió: Felipe, hace tanto tiempo que estoy con ustedes, ¿y todavía no me conocen? El que me ha visto, ha visto al Padre”. (Juan 14, 8-9) En continuidad con la Encarnación están la Iglesia y los sacramentos. Constituye la ciencia suprema que regirá la vida de los santos. A partir de la convicción de que Dios mantiene esa humilde comunicación con los hombres, se despeja el camino a la santidad. Cuando pretendemos una perfección no basada en el amor (o perfeccionismo) se nos hace imposible el acceso a la perfección del Padre.

25.- La humildad y el reconocimiento de nuestra sustancial pobreza. Es preciso volver a la humildad, derivada de una conciencia viva de nuestra pobreza. Nos humilla verificar nuestra sustancial pobreza e insistimos en eliminarla, huyendo de ella mediante recursos que agravan su real causa: el pecado de origen y los pecados personales. Pensemos en las distintas adicciones (alcohol, drogas y comidas). Es desalentador enfrentar nuestras miserias, sean físicas o morales, y encontrarnos sin recursos adecuados para superarlas. El primer paso a su superación es reconocerlas y estar dispuestos a recurrir a Quien nos ofrece el auxilio necesario. La experiencia de San Pablo es alentadora: “Pablo, te basta mi gracia…” (2 Corintios 12, 8) Para ese reconocimiento se requiere el valor de ser humilde. Por lo común le oponemos resistencias y obstáculos humanamente infranqueables. El encuentro con el Verbo Eterno que se humilla, hasta encarnarse, produce en nosotros una saludable consternación. Recordemos la tierna devoción que Cristo crucificado suscitaba en el Apóstol Pablo, en Santa Teresa de Jesús y en San Juan de la Cruz. De allí extraían su valor para la lucha por la fidelidad al Padre hasta la muerte. Producido este paso, la deserción se aleja de quienes, ya consagrados por el Bautismo, la Ordenación sagrada o la Profesión perpetua, son tentados a volverse atrás. San Pablo encontraba, en la Cruz de su Señor, la fuerza interior para perseverar en el cumplimiento de su heroica misión apostólica y de no salirse jamás del camino a la santidad.

26.- La humildad de María. Vamos a ir cerrando esta reflexión con un ejemplo muy cercano a nuestro corazón. Me refiero a la humildad de María. En los pasajes bíblicos, donde se la menciona, se destaca su ejemplar humildad. Basta leer la relación del evangelista San Lucas, clásica en las numerosas Fiestas dedicadas a la Virgen. La predilección que el Arcángel San Gabriel le manifiesta, de parte de Dios, la sorprende sin otro deseo que cumplir la voluntad divina. Se sobresalta, hasta no saber qué decir ante la excepcional salutación: “¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo. Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo”. (Lucas 1, 28-29) Sin duda María jamás había abrigado en su inocente corazón la ambición desmedida y la altanería. Por ello se manifiesta más que sorprendida, “desconcertada”. Esa misma actitud la predispone a la fidelidad. No puede negarse a Quien de esa manera la saluda. Sabiendo que es Él no pretende que su natural curiosidad sea satisfecha de inmediato y en su totalidad. Le basta saber que es de Dios la propuesta misteriosa y no duda en aceptar su cumplimiento: “Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho”. (Lucas 1, 38) Es la actitud del auténtico humilde – ante Dios y ante el mundo- la que aquella jovencita visualiza. Al advertir que la propuesta proviene de Dios, con su aceptación a ciegas, acepta las consecuencias de su consentimiento. Será la Madre del Mesías, pero no cambiará su actitud de humilde servidora, acudiendo a asistir a su prima Isabel en el inminente nacimiento de Juan, el Bautista.

27.- La más humilde, la más sabia y la más santa. María sabe lo que el Espíritu de Dios ha realizado en su ser virginal, pero, no deja de considerarse la “humilde servidora”. Por ello sabe Quién se está formando en su seno materno como verdadero hombre. La humildad le proporciona la capacidad – por la fe – de ver a Dios. Es una de las bienaventuranzas. Jesús llama dichoso a quien tiene el corazón puro, porque “verá a Dios”. La pureza mencionada por el Señor es la humildad. Por lo mismo, la humildad es el acceso a la verdad y la soberbia su oposición. Las habilidades intelectuales- hasta la genialidad – se malogran cuando el virus de la soberbia contamina el corazón. Es fácil observarlo. Su consecuencia es el desorden social y la absoluta incapacidad de llevar las grandes obras a término. El verdadero sabio, porque, en su comportamiento personal y social accede a la verdad y la hace propia, es el humilde. Cuanto más humilde, más sabio. La falta de humildad entorpece el entendimiento y entontece al mejor pintado. Los santos son humildes, porque Dios santifica únicamente a los humildes. María, a causa de la plenitud de gracia que Dios ha depositado en ella, es la más humilde y, por ello, la más sabia. Por la Encarnación adquiere toda la sabiduría, ya que, en ella tomará – de su santo cuerpo virginal – un cuerpo humano semejante al nuestro, el mismísimo Hijo de Dios. Por ello, en las tradicionales letanías lauretanas se la llamará: “Sede de la Sabiduría”. La humildad, en María, no es una más de sus prerrogativas, es virtud. El sentimiento de haberlo recibido todo de Dios, la inclina a considerarse la más pequeña, la más pobre y necesitada de la misericordia divina: “Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi Salvador, porque él miró con bondad la pequeñez de su servidora”.(Lucas 1, 46-48)

28.- La silenciosa intimidad de María con Dios. ¿Qué nos enseña María, desde la Anunciación hasta sostener en sus brazos el Cuerpo exánime de su Hijo divino? Que el único sendero que conduce a la humildad y a la sabiduría es la silenciosa intimidad con Dios. Así la sorprende el Arcángel San Gabriel el día de la Encarnación. A partir de aquel instante su intimidad con Dios tendrá un nuevo espacio: su propio cuerpo virginal, convertido en el sagrado aposento del Dios encarnado. En lo sucesivo vivirá plenamente el Misterio del Dios presente e íntimo de ella, como de nadie. Su silencio y recogimiento estarán invadidos por la divinidad de su Señor y su Hijo. Para ella, como debe serlo para todos nosotros, la puerta de acceso será la fe. Vivirá de la fe. Así se moverá continuamente, gustando cada momento de la intimidad con su Hijo divino. No percibiendo con los sentidos, únicamente sabiendo que es el mismo Verbo Eterno quien está en ese cuerpecito que se desarrolla en su seno, durante nueve meses, que nace en Belén, que es adorado por ella, por José, por los pastores y por los Reyes de Oriente. En ese ámbito se moverá hasta que participe de la Resurrección de su Hijo. Ella es lo que Dios hace en ella. Es la obra artesanal del Espíritu Santo. El Santo Apóstol Pablo así lo entendió como experiencia personal: “Por la gracia de Dios soy lo que soy” (1 Corintios 15, 10).Durante ese intercambio el mismo Espíritu la hace humilde, capaz de ver a Dios por la fe y transparentarlo en el maternal servicio que su Hijo agonizante le encomienda: “Mujer, aquí tienes a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: Aquí tienes a tu Madre”. (Juan 19, 26-27) Toda la historia de la Iglesia expone, de manera creciente, el cumplimiento asombroso de su maternidad universal.

29.- Aprender de María a estar con Jesús. La intimidad con Jesús es el secreto de la transformación que causa el Espíritu. Se produce mediante la oración contemplativa. María es sorprendida en el clima habitual de la oración, como ocurre el día de Pentecostés, mientras ora con los Apóstoles y discípulos (Hechos 1, 14). No es fácil imaginar cómo sería la intimidad de María con su Hijo divino y la acción admirable – y constante – del Espíritu Santo en su ser inmaculado. Es preciso que hagamos el esfuerzo de introducirnos en ella, como lo hacía el Beato Carlos de Foucauld, y dejar que el Espíritu obre en nosotros con absoluta libertad. La humildad es fruto de esa intimidad y, al mismo tiempo, condición indispensable para progresar en ella. No dudo que, su santo esposo José, humilde custodio del Hogar de Nazaret, haya aprendido, junto a ella, en esa intimidad sagrada. ¿No es útil reproducir esa intimidad en los tiempos dedicados a la oración?