SER CREYENTES

Retiro Espiritual – 2013

          Introducción. El creyente es quien recibe dócilmente la Palabra de Dios. El encuentro con Quien es esa Palabra encarnada pone a la persona en condiciones de amar a Dios. A partir de ese encuentro, causado por el amor de Dios – revelado en el Misterio de Cristo – se produce una Vida Nueva; el pecado es vencido y la muerte biológica deja de ser una tragedia. El Papa Benedicto XVI emplea términos teológicamente muy precisos para explicar su intención de celebrar el Año de la Fe.

          No es su propósito desarrollar campañas de divulgación del Evangelio. Se dirige a cada persona, a cada creyente, para que la fe se encarne transformando la realidad afectada por el pecado. Su causa es la gracia divina. En su consecuencia – el cambio – está empeñado el consentimiento libre de la persona.

          El creyente es un ser libre que ha prestado su consentimiento a la gracia del Redentor. Debe ser sostenido pacientemente, hasta que la vida temporal llegue a su fin natural.

           La sociedad, que vive como escapada de Dios, experimenta, no obstante, hambre de Dios. Lo manifiesta en sus extraños cabildeos ideológicos y en sus devaneos morales. La misión de la Iglesia consiste en saciar ese hambre.  Predicar a Jesucristo es acudir al sediento y abrir, en el desierto seductor del mundo, la fuente de agua viva. Es Cristo, el Emanuel, el “Dios entre nosotros”, que se brinda a quienes tienen sed. Todos tienen sed, especialmente quienes alardean de no tenerla. El corrupto, el avaro miserable, el asesino, el que aprovecha los dones recibidos para su exclusivo provecho y en detrimento de los más desamparados… son pobres sedientos que disimulan el tormento de su sed de Dios con el hartazgo del placer y del poder. Es el mundo que observamos, asomado en las pantallas de nuestros televisores y en las salas de juego; en las pancartas de los cines y teatros, en la algarabía de nuestras calles populosas.

          Nuestro mundo está atormentado por la sed de Dios. No sabrá identificarla aunque no deje de arrastrarse en el desierto – ausencia de los auténticos valores – distrayendo su acuciante necesidad con sustituciones siniestras y superficiales satisfacciones. Para hallar el agua y el pan que necesita, debe reorientar su atención a Quien se los brinda. Cristo se manifiesta como “el verdadero Pan, bajado del Cielo”. Dios, y únicamente Él, sacia la sed y el hambre de Dios. Me refiero de todo lo trascendente, de la Verdad, inasible para nuestras limitadas capacidades intelectuales. No obstante, el hombre sabe que debe alcanzar la perfección. San Juan Evangelista y Apóstol expresa así, en el prólogo del cuarto Evangelio, su responsabilidad: “Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron (a la Palabra). Pero a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Juan 1, 11-12). Es oportuno que nos detengamos en “los que creen en su Nombre” y, de esa manera, comprobar el rol esencial que juega la fe en la búsqueda y encuentro de la Verdad (Dios).

          Aquello que reflexionamos, adoctrinados por la Iglesia “Madre y Maestra”, puede perder valor y desacreditarse si no lo hacemos propio como auténticos creyentes. El contenido del Mensaje revelado que recibimos supone nuestra adhesión personal a él, mediante un comportamiento santo, semejante al de Jesús, al de María y al de sus discípulos santos de todos los tiempos. No hay otra forma de vivir cristianamente. Cuando el Beato Juan Pablo II quiso definir al misionero, o al auténtico evangelizador, lo hizo de esta manera: “El verdadero misionero es el santo”. ¿Cómo lograrlo? ¿Qué debe ser estrictamente respetado para que se produzca la vivencia transformadora del misterio de la fe?

          La convocatoria que Benedicto XVI emite para celebrar, desde el 11 de octubre de 2012 al 23 de noviembre de 2013, el Año de la fe, deja establecida su necesidad y urgencia. La luz que proviene del primer párrafo podría hacer de frontispicio en nuestras casas y templos: “’La Puerta de la fe’ (hechos 14, 27), que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma” (“Porta fidei” nº 1). Creer es  “dejarse plasmar por la gracia”. Corresponde a todos los bautizados, particularmente a quienes son llamados a lograr la llamada “secularidad consagrada”, ya que ello incluye una especial responsabilidad en la transmisión de la fe al mundo

          Es necesario que, durante nuestras reflexiones, abordemos el modo de asimilar el contenido de la fe para brindarlo a quienes vengan a extraerlo de nuestra vida bautismal-consagrada. “Ex abundantia cordis os loquitur” (“De la abundancia del corazón habla la boca”); antiquísimo axioma latino. No somos meros expositores de la doctrina de la fe o apologetas sino acreditados testigos. El testigo no es un observador que transmite lo que ha visto, al modo de hábiles periodistas. Es quien vive la experiencia personal de la Verdad, con la que intima en convivencia con su Señor y Maestro.

 

La fe es suscitada por la Palabra.

          La fe es suscitada por la Palabra y se nutre de la misma. Cristo es la Palabra encarnada cuya misión es que los hombres la escuchen y ella provoque en ellos un verdadero cambio – la conversión – para que se inicie de inmediato la Nueva Vida. Para ello es necesaria la mediación establecida por Jesús al instituir el Colegio de los Apóstoles. La Iglesia es la mediación  que Cristo sigue ofreciendo para que el mundo crea. La Iglesia pasa a ser “en Cristo”, de una institución humana – más o menos poderosa – “como el sacramento…” (Lumen Gentium nº 1), la administradora legítima de la gracia de Cristo. De allí su necesidad e indefectibilidad, garantizada por el Espíritu  de Pentecostés.

          Es preciso que los cristianos, por vocación especial los consagrados, lo hayan acogido con gozo en sus corazones de creyentes.  No nos detenemos lo suficiente, y con la atención debida, en esta exigencia. La catequesis y la preparación para la profesión, más allá de la adquisición de los conocimientos adecuados, exigen una ardiente práctica de la fe. El consagrado debe ser un creyente que ofrezca al mundo secular lo que cree. Les ofrezco un ejemplo que, de alguna manera, también los afecta: aunque los sacramentos disponen de una eficacia objetiva que no depende de la fe personal del ministro sino de su honesto propósito de hacer lo que la Iglesia quiere, es, no obstante, innegable que su personal vivencia de la fe lo constituye en testigo creíble del Misterio que anuncia y celebra. Lo comprobamos leyendo las historias de sacerdotes santos. ¿Por qué la predicación, la celebración de los sacramentos y los mínimos gestos, en su relación con los fieles, causaban tanto asombro y muchas conversiones? Eran hombres que decían y hacían, con gran fervor, lo que creían.

          Los Apóstoles lo expresan con sencillez: “Hablamos porque creemos”. Si estamos dispuestos a recuperar o acrecentar la vitalidad de nuestra fe, debemos acudir a su necesaria fuente: la intimidad con Jesucristo que, en sus principales discípulos, nos llamó amigos: “ustedes son mis amigos”. Lo entendieron así todos los santos, y como es su honesta costumbre, lo llevaron de inmediato a la práctica. Es preciso que, aleccionados por los Apóstoles, recuperemos aquella convivencia discipular. El Maestro invisible no es menos real porque no se lo ve, al contrario. Recuerdo la expresión del Beato Cardenal Newmann: “Lo que se ve es velo que cubre la realidad consistente”. Cristo está presente y resucitado; gracias a los “velos” que él ha escogido para hacerse presente: La Escritura, la comunidad de los creyentes (la Iglesia), sus pastores, los sacramentos y, particularmente, la Eucaristía.

          María es modelo excelente de creyente. Creyó a Dios, que se dirigió a ella por medio del Arcángel Gabriel, y mantuvo la misma actitud al experimentar los movimientos naturales de su Hijo en su virginal seno. No tenemos noticia de que haya sido favorecida con visiones extraordinarias. Supo, desde la fe, que ese Niño, tan niño como cualquier otro niño, era Dios encarnado. Porque creyó, lo adoró humildemente, lo sirvió con sencillez y lo cuidó con ternura materna. La vemos acompañándolo en su vida misionera hasta el final, hasta la Cruz. Ahora me explico por qué la sobrenatural intuición del Beato Juan Pablo II le encontró un apelativo que también debe a nosotros identificarnos: “María, la mujer eucarística” (“Ecclesia de Eucharistia”). La fe, que asistió a María en su relación materna con Jesús, nos asiste, también a nosotros, para adorarlo, a través del velo sacramental que lo visualiza hoy. Ese velo es la Eucaristía que comulgamos. María lo veía y adoraba en la opacidad de la carne humana que se había gestado en su virginal seno; nosotros, con la convicción que nos otorga la misma fe, lo adoramos en la opacidad del pan y el vino.

          Lo primero es la fe. Con ella todo lo sabemos, porque conocemos a Dios que se auto revela a quienes prestan su consentimiento a la Palabra. Descuidar los medios que el Señor ofrece para crecer en la fe es una grave irresponsabilidad. Perdemos nuestra identidad bautismal y corremos el riesgo de condenarnos. Expresión difícil de digerir, pero, no menos verdadera a causa de su inevitable amargor. Hay que bendecir la amargura del veneno si ella evita que lo bebamos y muramos. Es preciso nutrir la fe incesantemente, aprovechando los medios para su alimentación, puestos por el mismo Jesús a nuestra disposición. Este espacio de recogimiento espiritual ofrece la mejor oportunidad para revalorizarlos y crecer en la fe.

A la escucha de la Palabra.

 

          Necesitamos predisponer nuestro corazón para recibir – al escucharla – la Palabra de la que depende la fe. Esa predisposición se educa en la humildad. Sólo el humilde es capaz de recibir la gracia que otorga poder para creer y salvarse. San Pablo lo expresa con simplicidad y claridad: “Yo no me avergüenzo del Evangelio, porque es el poder de Dios para la salvación de todos los que creen...” (Romanos 1, 16). El primer movimiento de fe es llegar al convencimiento de que la Palabra, anunciada en la lectura bíblica y en la predicación apostólica, es eficaz; vale decir, causa la gracia – o la posibilidad – de conducir al creyente, por el sendero de la conversión, a la santidad. Los auténticos ministros (o servidores) de la fe, necesitan creer con firmeza y constituirse, de ese modo, en modelos de creyentes. El mundo quiere ver realizado, en personas concretas, lo que la Iglesia le propone y anuncia. Un discurso no creíble, o poco creíble, no sirve a la misión evangelizadora.

          Los mejores testigos de la fe cristiana son los santos. La Iglesia encuentra el sendero directo para llegar al mundo en el comportamiento transparente de los santos. Lo que hace “santos” a los santos brota de la Palabra y de los sacramentos. Es la gracia de Cristo resucitado: “causa de salvación para todos los que le obedecen”, asegura la Carta a los Hebreos (5, 9). Sus signos deben ser puestos por ministros acreditados por uno de esos sacramentos – la sagrada Ordenación – aunque no se hayan aprovechado de ellos personalmente mediante una vida santa.  Por esa razón, afirmaba el Beato Juan Pablo II en una memorable definición: “En el Reino de los Cielos los más grandes no son los ministros sino lo santos”. No podemos negar que sin el sacerdocio ministerial no hay gracia sacramental – destinada a la santidad de los bautizados – y sin santidad no hay evangelización. En el ministerio de la fe, que ejerce el Obispo (presbíteros y diáconos), existe un reclamo urgente de santidad. Es inconcebible un ministro sagrado que no sea fiel a la gracia que dispensa: “Al ministro le corresponde ser fiel” (San Pablo).

          La puerta que se abre (Porta fidei) necesita el esfuerzo ascético del creyente. Ese comienzo es fruto de un empeño personal, simultáneo con la acción de la gracia, en la escucha de la Palabra y en la obediencia inmediata a la misma. Dios quiere restaurar la libertad gravemente dañada como consecuencia del pecado. San Agustín  afirmaba con su lucidez proverbial: “Quien te creó sin ti, no te salvará sin ti”. Aquí se juega la personal responsabilidad. La gracia sigue reteniendo la primacía al otorgar “la posibilidad de poder ser”. Dios no exime a nadie del sufrimiento (la cruz de cada uno), se brinda como inspiración y fortalece a la persona que confía en Él para soportar el dolor provechosamente. Cuando Jesús llama a seguirlo, no deja lugar a dudas: “El que quiera venir en pos de mi, cargue su cruz y sígame”. La cruz propia: los propios límites, las secuelas dolorosas de los personales pecados, la misión y el deber propio, las tribulaciones y sus variadas formas… Todo eso constituye la cruz que es preciso cargar siguiéndolo y sin despegarse de Él.

          Es preciso hacer de la fe un estilo de vida. La santidad tansita ese sendero. Sin él es impracticable el Evangelio y la inculturación de sus valores. La vida cristiana es una forma de hacer la historia que se funda exclusivamente en la fe. El relativismo y la incredulidad no dan lugar al cristiano, no lo sabe ni lo puede hacer. Si el creyente, en este caso el consagrado, deja de alimentar su fe, se hace un extraño a sí mismo. Así pierde la perspectiva de su identidad y misión, hasta el extremo de negarlas. Es oportuno volver a los santos como  destacados testigos de la fe. La modestia, la sencillez y el acercamiento a los más pobres, otorgan sentido a la vida del creyente.

          Como creyente, y al representar a Cristo pobre, obediente y casto en la vida secular, el consagrado se manifiesta como promotor de la fe de otros creyentes. Para  lograrlo necesita ser un oyente asiduo y atento de la Palabra de Dios.  La Sagrada Escritura debiera ser su principal “devocionario”. Allí está la Palabra, en su contexto propio e inseparable que es la Iglesia. Ella suscita el encuentro de la fe y nutre su desarrollo hasta la santidad. La Palabra abarca todas las expresiones de su sacramentalidad, hasta la Eucaristía. El Papa Benedicto XVI afirma: “Se cruza ese umbral (de la fe) cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma” (“Porta fidei” nº 1). La Palabra es gracia, lo expresa San Pablo en la Carta a Los Romanos:   “En el Evangelio se revela la justicia de Dios, por la fe y para la fe, conforme a lo que dice la Escritura: El justo vivirá por la fe” (1, 16-17).  

 

 

 

Obediencia a la Palabra. (Obediencia de la fe)

          La obediencia es respuesta de amor a Dios. Así lo entendió Jesús y, de esa manera, manifestó que era preciso llevarla hasta el extremo. La aceptación del martirio y de la muerte en Cruz colma el sentido de su obediencia al Padre. San Pablo lo afirma con exactitud: “Obediente hasta la muerte y muerte de cruz”. Hasta el extremo. San Juan – se lo recuerda el Jueves Santo – define ese conmovedor extremo: “Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Juan 13, 1). Es fácil comprobar la necesaria relación que existe entre la fe y la obediencia. Si la fe no llega a ser un acto de obediencia, concretada en obras que expresen el acatamiento a la voluntad de Dios – “la fe sin obras está muerta” – no llega a la caridad. La fe sin obras (sin caridad), de nada sirve. Lo dice así San Pablo: “…aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada” (1 Corintios 13, 2). Está todo dicho, es preciso llevarlo a la práctica.

          Los santos “que viven de la fe” son prácticos. Jesús lo enseña cuando exhorta a “hacer la voluntad del Padre”. La Palabra de Dios no se presta a la especulación, llama a la conversión. Vale decir, a hacer la voluntad de Dios. La lectura piadosa de la Palabra o su escucha religiosa, reclama una respuesta inmediata, obediente, aunque incluya el despojo humanamente incomprensible de la vida. Para entenderlo es preciso internarse en el Monte de Getsemaní y orar con Jesús al Padre. He registrado un acontecimiento contemporáneo de gran dramatismo; me refiero a una carta conmovedora de Asia Bibi, condenada a muerte por las incalificables leyes musulmanas, considerada “blasfema” por su fidelidad a Jesucristo:

«Mi querido Ashiq, mis queridos hijos:

 

Desde que he vuelto a mi celda y sé que voy a morir, todos mis pensamientos se dirigen a ti, mi amado Ashiq, y a vosotros, mis adorados hijos. Nada siento más que dejaros solos en plena tormenta.

 

Tú, Imran, mi hijo mayor de dieciocho años, te deseo que encuentres una buena esposa, a la que tú harás feliz como tu padre me ha hecho a mí.

 

Tú, mi primogénita Nasima, de veintidós años, ya tienes tu marido, con una familia que tan bien te ha acogido; da a tu padre pequeños nietecitos que educarás en la caridad cristiana como te hemos educado nosotros a ti.

 

Tú, mi dulce Isha, tienes quince años, aunque seas medio loquilla. Tu papá y yo te hemos considerado siempre como un regalo de Dios, eres tan buena y generosa… No intentes entender por qué tu mamá ya no está a tu lado, pero estás tan presente en mi corazón, tienes en él un lugarcito reservado nada más que para ti.

 

Sidra, no tienes más que trece años, y bien sé que desde que estoy en prisión eres tú la que se ocupa de las cosas de la casa, eres tú la que cuida de tu hermana mayor, Isha, que tanto necesita de ayuda. Nada siento más que haberte conducido a una vida de adulto, tú que eres tan jovencita y que deberías estar todavía jugando a las muñecas.

 

Mi pequeña Isham, sólo tienes nueve años, y vas a perder ya a tu mamá. ¡Dios mío, qué injusta puede ser la vida! Pero como continuarás yendo a la escuela, quedarás bien armada para defenderte de la injusticia de los hombres.

 

Mis niños, no perdáis ni el valor ni la fe en Jesucristo. Os sonreirán días mejores y allá arriba, cuando esté en los brazos del Señor, continuaré velando por vosotros. Pero por favor, os pido a los cinco que seáis prudentes, os pido no hacer nada que pueda ofender a los musulmanes o las reglas de este país.

Hijas mías, me gustaría que tuvierais la suerte de encontrar un marido como vuestro padre.

 

Ashiq, a ti te he amado desde el primer día, y los veintidós años que hemos pasado juntos lo prueban. No he dejado nunca de agradecer al cielo haberte encontrado, haber tenido la suerte de un matrimonio por amor y no concertado, como es costumbre en nuestra provincia.

 

Teníamos los dos un carácter que encajaba, pero el destino está ahí,

implacable… Individuos infames se han cruzado en nuestro camino. Hete ahí, solo con los frutos de nuestro amor: guarda el coraje y el orgullo de nuestra familia.

 

Hijos míos, (…) papá y yo hemos tenido siempre el deseo supremo de ser felices y de haceros felices, aun cuando la vida no es fácil todos los días. Somos cristianos y pobres, pero nuestra familia es un sol. Me habría gustado tanto veros crecer, seguir educándoos y hacer de vosotros personas honestas… ¡y lo seréis! (…)

 

No sé todavía cuándo me cuelgan, pero estad tranquilos, amores míos, iré con la cabeza bien alta, sin miedo, porque estaré en compañía de Nuestro Señor y con la Virgen María, que me acogerán en sus brazos.

 

Mi buen marido, continúa educando a nuestros niños como yo habría deseado hacerlo contigo.

 

Ashiq, hijos míos amadísimos, os voy a dejar para siempre, pero os amaré por toda una eternidad.

Mamá».

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          Por la fe se otorga la gracia que redime y santifica. “Únicamente por la fe” enseñará San Pablo, ofreciéndose como testigo de la operación del Espíritu. Los Apóstoles creyeron a Jesús y se les otorgó el Espíritu en la jornada de Pentecostés. La espera de ese acontecimiento se desarrolló en la oración, con la presencia de María. La oración es el ejercicio de la fe que causa un crecimiento constante de la vida cristiana. Ciertamente la fe no puede ser una estéril abstracción. Es para la vida. El lamentable divorcio entre vida y fe viene a contradecir la misma naturaleza de la fe. Desde esa perspectiva se entiende la llamada “inculturación de la fe”.

          La fe viva es un ejercicio de fidelidad a Dios, que se auto revela en Jesucristo. La Palabra de Dios – Escritura y Tradición, custodiadas legítimamente por el Magisterio de la Iglesia – expresa el pensamiento y la voluntad de Dios.  De esa manera, el mismo Verbo Eterno se hace escuchar por la predicación apostólica. El Señor ofrece los medios para una relación personal con Él. La oración constituye el principal ejercicio de la fe. Ni la Palabra escrita, ni los sacramentos, se entienden sin la fe hecha vida en el corazón del creyente. A través de ella se establece una relación íntima con Dios que se anuncia y revela en la Palabra y se celebra en los sacramentos. Saulo, hasta ese momento perseguidor de la Iglesia, es vencido por Jesús.  El mismo encuentro inicial, gracias a la escucha humilde de la Palabra anunciada, se diluiría rápidamente sin una relación personal continua con el Señor revelado por el anuncio apostólico.

          Muchas veces me he preguntado, ante estos grandes, cuál sería el método para su excepcional crecimiento hacia la santidad. No hay métodos. Es obra exclusiva de Dios, como la misma Encarnación, pero, que requiere el consentimiento de la persona agraciada. Dios no hace nada sin su anuencia. No es en desmedro de su autoridad y omnipotencia. La libertad, don que capacita al hombre a ser imagen de Dios por el amor, ha sufrido una herida profunda y mortal. El pecado es un mal uso de la libertad. Quien no ama a Dios no puede amar bien a nadie, ni a sí mismo. Para recomponer el amor dañado se requiere sanar la libertad. La única manera de lograrlo es con el auxilio de la gracia de Cristo. Todo otro método ha fracasado. ¿Por qué recaer siempre en el mismo error? Es suficiente la experiencia pasada para aceptar humildemente al Redentor. Él es la salud recuperada. La acción de su Espíritu renueva el ser de quien cree. Su consecuencia es la Vida Nueva que mana del Señor resucitado, como de su fuente: “De este modo, él alcanzó la perfección y llegó a ser causa de salvación eterna para todos los que le obedecen” (Hebreos 5, 9). La fe es la obediencia a Quien es la Palabra Eterna encarnada en el seno purísimo de María.

          Los Apóstoles llegaron a concebir su misteriosa misión como un llamamiento a la obediencia de la fe. Así lo expresa Pablo al verificar que la predicación es el humilde y providencial instrumento para hacer efectivo ese llamado. Únicamente la Palabra de Dios posee la virtud de suscitar la fe formulando ese llamado. No deja siempre de impresionarme (saludablemente) la expresión de la Carta a los romanos: “Yo no me avergüenzo del Evangelio, porque es el poder de Dios para la salvación de todos los que creen…” “En el Evangelio se revela la justicia de Dios, por la fe y para la fe, conforme a lo que dice la Escritura: El justo vivirá por la fe” (1, 15-17). Pablo y los Apóstoles entendieron su misión como un llamamiento a la conversión. La fe constituye la apertura del corazón a la acción salvadora de Cristo Jesús. Si es “gracia” o poder de Dios, debe ser esperada con constancia mediante una súplica humilde y paciente. No parece generalizada. Se comprende que las exhortaciones atribuidas a la Virgen, en diversas y conocidas manifestaciones, se refieran a la conversión de los pecadores y a la urgencia de orar y hacer penitencia.

          Inspirado en la misión de los Apóstoles, el Papa Benedicto XVI ha escrito en su Carta Apostólica: “Creer en Jesucristo es, por tanto, el camino para poder llegar de modo definitivo a la salvación” (Carta Apostólica nº 3). Porque, como lo afirmamos hace un momento, la fe es suscitada por la Palabra y propuesta por la predicación.

 

 

La oración como ejercicio de fe.

 

          El medio necesario para crecer en la fe es, ciertamente, la oración. Quien no reza nunca, o muy poco, no tiene derecho a quejarse de ser débil en la fe o perderla. El autor de la fe es Cristo. Autoría que no puede hacer efectiva si el creyente abandona todo contacto con Él. No basta con escuchar la Palabra, ni celebrar los sacramentos. La escucha humilde y la celebración fervorosa exigen  iniciar y proseguir una relación personal que se logra por la oración perseverante. Para ello se requiere la disposición interior de renunciar a todo bienestar placentero y abrazar la oscuridad de la noche de los sentidos y el sinsabor de la aridez y del humano desamparo. Es lo que ha padecido Jesús en la noche de Getsemaní. Saber que es Él, sin verlo ni palparlo; contemplándolo agonizante en la Cruz, como lo veía Pablo en sus prolongados encuentros de fe. De allí saca el Apóstol su ciencia hasta sorprenderse de la humana fragilidad de sus fuerzas y del poder extraordinario de la gracia. Por ello, no quiere saber otra cosa, no considera otra verdad que no sea la Cruz del Señor… y Él agonizando en ella hasta morir. La expresión única, de la única Verdad; es el amor de Dios por todos y por cada hombre: “Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único (crucificado) para que todo el que crea en él no muera, sino que tenga Vida eterna  (Juan 3, 16).

           El que ora hace de la fe un continuo ejercicio de su libertad y crece en ella. Es oportuno recordar, como lo hace el Papa en la Carta mencionada, la experimentada expresión de San Agustín: “los creyentes se fortalecen creyendo” (Carta Apostólica nº 7). Es el momento de activar los medios de que dispone la Iglesia para reavivar la fe de los creyentes y despertarla en quienes no lo son. El principal – porque hace principales a los restantes – es la predicación de la Palabra, de ella depende el nacimiento de la fe y su desarrollo. Siguen impactando en nuestro entendimiento las expresiones de San Pablo. En ellas halla su expresión la ciencia de la fe, que no es otra que la ciencia de la Cruz: “El mensaje de la cruz es una locura para los que se pierden, pero para los que se salvan – para nosotros – es fuerza de Dios”. Y más adelante: “En efecto ya que el mundo, con su sabiduría, no conoció a Dios en las obras que manifiestan su sabiduría, Dios quiso salvar a los que creen por la locura de la predicación”. Finalmente: “Mientras los judíos piden milagros y los griegos van en busca de sabiduría, nosotros, en cambio, predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos, pero fuerza y sabiduría de Dios para los que han sido llamados, tanto judíos como griegos” (1 Corintios 1, 18-24).  Sería vano buscar la verdad y la salvación por otro sendero que no sea éste. El énfasis empleado por Pablo no deja margen a la duda. La ciencia de la fe es el amor, vale decir, la práctica de la fe es el amor que responde al amor de Dios, revelado en el Misterio de su Hijo, crucificado: escándalo y locura para unos y fuerza y sabiduría para quienes son salvados.

          Es conveniente insistir en la oración como espacio natural en el que la misma Palabra (Cristo) se constituye en nutriente exclusiva de la fe. Lo importante es no descuidarla. Su abandono total es un síntoma grave. Quienes viven sin relacionarse con Dios, pasan por la existencia como sombras que se desvanecen.  Mucha gente vive de esa manera. La oración es como la respiración; se constituye en el verdadero clímax de la conciencia humana. Si falta se produce un vacío hueco y perjudicial para el restablecimiento de la justicia y el logro de la reconciliación. Los pueblos que saben dar culto a Dios, desde el corazón de sus ciudadanos, retoman la práctica de las virtudes sociales que garantizan la paz. El aporte de la fe cristiana interesa a la formación de naciones fuertes y solidarias. Cuando prevalece el poder, resguardado por una economía al servicio de grupos minoritarios, se recurre a la violencia y al desorden mal llamado “revolucionario”. Las democracias se adecuan teóricamente al equilibrio que exigen las virtudes ciudadanas. Sin duda, la fe suscitada por la Palabra, que la Iglesia proclama y celebra, deja la clandestinidad injusta a la que los ideólogos del momento pretenden reducirla.

         Es bueno recordar y aplicar este texto paulino: “Pero teniendo el mismo espíritu de fe, del que dice la Escritura: ‘Creí, y por eso hablé’, también nosotros creemos, y por lo tanto, hablamos” (2 Corintios 4, 13). La incredulidad, práctica y teórica, invalida el discurso del creyente – sacerdote, consagrado o laico – aunque provenga de un brillante expositor de la doctrina. Esta dolorosa conclusión inspira un examen sincero de conciencia, del que a nadie le es lícito eximirse. La falta de una vivencia profunda de la fe inhabilita para testimoniarla en el mundo.

El compromiso de fe.

 

          Si la fe sin obras está muerta, se deduce que, quienes creen deben comprometer la vida por sus hermanos. Las obras que reclama la fe para estar viva es la caridad. Amar a Dios y, desde Él, amar a los semejantes. Ese prójimo del que nos habla el segundo mandamiento – “semejante al primero”, – es tan principal como el primero aunque no superior al primero. Si no amamos a Dios, como lo indica el primer mandamiento, no sabremos amar bien a nadie, tampoco a nosotros mismos. Si no amamos efectivamente  a los demás, en aquellos a quienes debemos amar, no amamos de verdad a Dios y nos perdemos al incumplir el primer mandamiento. Parece un juego de palabras, pero no lo es. Todo nos parece poco e insuficiente ante el desafío de Dios de acoger la vida que nos ofrece. La degradación de la fe se debe a su falta de proyección social. El mundo necesita auténticos creyentes. Son quienes en el ejercicio esforzado de la fe consienten en ser interiormente renovados por el Espíritu. La “práctica” de la fe impide que sea una mera formalidad y la impulsa a un compromiso virtuoso que pone a los creyentes al servicio del bien de la sociedad.

          El celo apostólico de Benedicto XVI responde a la visión que posee del mundo. Es el debilitamiento de la fe, o su grave deterioro, el causante del alejamiento de muchos bautizados de la Iglesia de Cristo. Es preciso un retorno urgente, orientado por la palabra apostólica que debe resonar en las voces de sus ministros y, principalmente, en el testimonio de los santos. En lugar de especular sobre causas superficiales es preciso redescubrir el valor de la Palabra predicada y celebrada por la Iglesia. No alcanza adoptar métodos nuevos, es impostergable que los ministros y sus comunidades ofrezcan al mundo el “testimonio de la santidad” (Beato Juan Pablo II). La santidad se produce como respuesta de Dios a la fe práctica del creyente. Recordábamos el texto de la Carta a los Romanos: “(el Evangelio o la Palabra) es el poder de Dios para la salvación de todos los que creen…” (1, 16). Reactivar la fe, o renovarla, es poner a los creyentes en camino hacia la santidad. El testimonio de la santidad no es más que el testimonio de la fe.

          La vida del cristiano no responde a un proyecto filosófico sino al “poder de Dios que salva a los que creen”. El Evangelio, al que se refiere el texto de San Pablo, es la misma Persona de Cristo: Palabra eterna encarnada. Como dijimos en nuestra anterior reflexión, la práctica de la fe supone una relación viva y personal con Dios mediante la práctica insistente de la oración. Un creyente es necesariamente un orante. Es en la oración donde aprende de Dios lo que necesita saber de Dios y de sí mismo. Es allí donde logra un discernimiento exacto de lo que está bien y de lo que está mal, de lo verdadero y de lo falso. Al mismo tiempo, es de la Palabra que extrae la fuerza necesaria para obrar en coherencia con lo que cree. La coherencia de la que hablamos es la sintonía de la propia voluntad con la de Dios.

 MARÍA, MUJER CREYENTE Y MODELO DE FE PARA LA IGLESIA.

           La fe de María. María, mujer creyente y modelo de fe, es un tema rico en aplicaciones para nuestra vida cristiana. María, no obstante su estado de “plenitud de gracia”, debe transitar la vida terrenal tironeada por un mundo sustancialmente incrédulo. Su predisposición espiritual – la educación impartida por los santos esposos Ana Y Joaquín – favorece sus piadosas reacciones ante las mínimas manifestaciones de la voluntad de Dios. Para ella es natural no regatear a Dios el consentimiento solicitado, con tanto amor, el día de la Anunciación (Lucas 1, 26-38). Se ha sometido, desde niña, a los planes de Dios. No admite conservar un proyecto de vida que no haya sido cotejado con la voluntad de Dios. Cuando Gabriel le manifiesta lo que Dios quiere de ella no duda, ni se pone a defender lo que se había propuesto. Le basta saber que es de Dios para rendirse al misterioso designio de ser la Madre del Mesías. En la inocente pregunta de cómo sería aquello sin convivir con un hombre, aparece como entre líneas su propósito de ser exclusivamente para Dios. Su consagración virginal excluye la maternidad natural; por eso pregunta, como si le recordara a Dios: “Cómo será si no convivo con ningún hombre”y – entre líneas– “me he comprometido ante ti no convivir con ninguno”.

          El “Fiat” de María. La explicación del Ángel es misteriosa, requiere más de la fe que de la habilidad intelectual: “El Ángel respondió: El Espíritu descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios” (Lucas 1, 35). La respuesta de María trasunta humildad y sabiduría. Le basta saber que la iniciativa es de Dios, garantizada por la palabra del Enviado (el Arcángel Gabriel). La fe es saber, gracias a la Palabra anunciada legítimamente. Es un saber distinto del que se deriva de un esfuerzo académico. Comprueba que el Arcángel es un enviado de Dios y supera el legítimo deseo de comprender cómo se cumplirá lo que le es anunciado. Su consentimiento incluye echar por tierra, en cierto modo, lo que tenía pensado y decidido. Siempre consideró a José como el providencial custodio de su virginidad consagrada. A partir del anuncio del ÁngelJosé será el custodio de su maternidad virginal. Es el estado en el que la Escritura nos presenta a María, embarazada de Dios, y su inefable relación con el Misterio del Dios encarnado.

          Sometimiento y libertad. El ánimo de hurgar en lo extraordinario puede inspirar la idea de que María ha sido favorecida con la visión de lo sobrenatural, sin necesidad de tener que acudir a la opacidad de la fe. No ha sido así. María es una creyente y no exige ver y palpar lo que Dios le propone por la palabra de Gabriel. Su consentimiento – el acto de fe que la tomará por entero – es posible porque se reconoce servidora y humildísima hija de su Padre Dios: “Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho” (Lucas 1, 38). La libertad de María procede de su admirable gesto de sumisión a la voluntad de Dios. Su obediencia es respuesta de amor a Quien la ama hasta hacer lo que hizo en ella – “la llena de gracia” – y convertirla en Madre de su Hijo divino. No sabemos quién es la Virgen María si no la entendemos en este contexto misterioso de la Anunciación. Sus dimensiones son gigantescas porque puso su libertad al servicio de la Encarnación del Verbo. Lo hizo al someterse, con un corazón auténticamente pobre, al proyecto divino de la salvación de los hombres. Santa Isabel, la afortunada madre de Juan Bautista, al ser visitada por su joven prima, no pudo retener el movimiento de gracia que la obligó a profetizar: “¡Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor!” (Lucas 1, 45).

          Trasciende el velo de la carne. María ha creído y mantiene heroicamente su fidelidad (su acto de fe) hasta la Cruz sangrienta de su Hijo divino. Su felicidad consiste en la fe perfecta que la califica ante la mirada asombrada de Isabel. Esa fe crecerá con los mínimos movimientos del divino Niño alojado en sus virginales entrañas. Es imposible imaginar el estilo de sus relaciones con el Dios encarnado. Experimenta la presencia de ese cuerpecito que se desarrolla biológicamente conforme a las leyes de la naturaleza. Su corazón, que lo sabe Dios, lo adora piadosamente. Así será en lo sucesivo. María lo ve nacer en Belén, salido de su cuerpo virginal, y, al conocerlo Dios, trasciende el velo de la carne y lo adora; se pone a su entero servicio, conforme a la convicción que la asiste desde la Anunciación: “Soy la servidora del Señor”, de ése Señor de quien se sabe verdadera Madre. San José aprende de ella a trascender al que ve para adorar a Quien no ve. Ambos saben que Jesús es el Hijo de Dios y lo sirven acompañando su crecimiento, educándolo como hombre y enseñándole el lenguaje a través del cual Él revelará la Verdad (la Buena Nueva) a quienes lo sigan.

          Jesús aprende de su Madre. El rostro purísimo de María y los nobles rasgos de José ofrecerán a Jesús la posibilidad de imaginar la ternura inefable del rostro de su Padre. Cuando se pierde en Jerusalén, tierno adolescente de doce años, ya sabe quién es su Padre; no obstante, se mantiene sujeto a ellos y participa de la vida familiar de Nazaret con absoluta naturalidad. También María y José aceptan la fe, como noche oscura, hasta desarmar la incredulidad que los asedia: “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre? Ellos no entendieron lo que les decía. Él regresó con sus padres a Nazaret y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba estas cosas en su corazón. Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres” (Lucas 2, 49-52). María y su esposo son los inmediatos testigos del crecimiento de Jesús. Conviven con Él: lo cuidan, lo visten, le insisten a que vaya aprendiendo, lo que efectivamente aprendió de ellos, y que se mueva entre sus familiares y vecinos como un buen joven educado y servicial.

          Cree en la divinidad de su Hijo. Mientras tanto, María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lucas 2, 19). Es decir, ejercitaba constantemente su fe en su Hijo – verdadero Hijo de Dios – velado por la carne que ella le proporcionó. Así será durante toda la llamada “vida oculta”, y en el transcurso de su acción misionera o “vida pública”. Los signos que Jesús pone, desde Caná, aportan una cierta seguridad a la certeza que la asiste de la divinidad de su Hijo. Pero, sobrevendrán pruebas muy grandes: la persecución, el juicio inicuo y la Pasión. Más difícil aún cuando sostenga en sus brazos el cuerpo ensangrentado y muerto de su amado Hijo, del que, no obstante, jamás dudó fuera el Hijo de Dios. La Resurrección le hará sentir el gozo que embargará a los Apóstoles y discípulos y, luego, a la misma Iglesia. Es preciso seguir la trayectoria espiritual de María para comprobar la calidad excepcional de su fe. Ciertamente es una “mujer de fe”, una ejemplar creyente. Sería una buena reflexión espiritual imaginar a María pendiente de Jesús y, al mismo tiempo, concentrada en la Verdad que conocía por la fe y que, obviamente, no podía experimentar con sus sentidos. Siempre necesitó creer, desde la Anunciación en adelante. Seguía viendo a un Niño que correteaba por la casa de Nazaret y se entusiasmaba ante el trabajo artesanal de José.

          Su Hijo y su Dios. Sin embargo, ella sabe muy bien que ese Niño es Dios que, con el Padre y el Espíritu Santo, perfeccionó el Universo visible con la creación del hombre. Que ahora, el Verbo hecho su Niño, en un gesto increíble de bondad vino a redimir al mundo de su pecado. María lo observa con amor, siente que su carne virginal ha florecido en Él (por obra del Espíritu Santo) y, sabiéndolo Dios, lo adora y lo ve, manifestándose a su mirada, en la opacidad de lo visible. Es Él – exclamará con unción – es el mismo Dios eterno que se hace tiempo y tránsito. ¡Cuántas veces y durante cuánto tiempo habrá imaginado lo que los ángeles contemplan y adoran desde siempre! Es bueno que nos detengamos ante su imagen serena, recogida y atenta a los mínimos movimientos de su Hijo. No olvidemos que su amor de Madre debía experimentar una transformación absoluta. Su Hijo y su Dios… la Santidad invisible en los rasgos visibles de un jovencito que crece rápidamente ante su mirada. Mirada, por medio de la cual llega a adorar lo que no ve, a través del cuerpo que ve.

 

 

María, Madre y Modelo de una Iglesia creyente.

 

          Testigo de la fe. La “plenitud de gracia” que distingue a María la convierte, como también a los santos, en testigo privilegiado de la fe. Ello la pone en relación con el mundo, necesitado de su testimonio. Es, al mismo tiempo, modelo de todo creyente o de todo posible creyente. Basta mirarla para aprender cómo se debe creer. Su vida, entre sus familiares y vecinos, no tiene nada de extraordinario. No aparece, en los Evangelios canónicos, que María hiciera milagros o gozara de singulares apariciones. Se mueve serenamente, como si  no tocara con sus pies el suelo que pisa. No se hace notar, no busca ser más que “la Madre de Jesús”, que sigue acompañando a su Hijo hasta el doloroso destino de cruz. La asiste la esperanza de la Resurrección, que el Señor intenta infundir en sus principales discípulos. Como la mejor discípula aprende a creer que el Verbo Eterno está en lo que ve y toca de su Hijo amado. No necesita ver lo invisible ni tocar lo intangible, basta saber, como lo sabe, que es Él, revelando a los humildes el Misterio del amor de su Padre y suyo.

          Presencia contemplativa. María no está inactiva en el seguimiento de Jesús. Su presencia, que es contemplativa y silenciosa, ejerce una influencia decisiva entre quienes siguen a su Hijo. En la seguridad, de que Jesús es el Hijo de Dios, consiste la fe contagiosa que también poseerán los Apóstoles a partir de Pentecostés. Para María Magdalena y los otros discípulos la presencia de la Madre constituye la garantía de que todo lo anunciado por Jesús se cumple. Ella no duda – no porque no experimente el dolor de la duda – e infunde seguridad en quienes caminan con ella en seguimiento de su Hijo divino. Después de la Ascensión del Señor, durante los años del desarrollo de las primeras comunidades, la presencia de María hace sentir su vigor sobrenatural. No obstante, se repliega a lo suyo y participa con fidelidad en los primitivos movimientos de la Iglesia gobernada por Pedro y los Apóstoles. La podemos imaginar en el ejercicio de la caridad, que es la fe en obras, dispensada a quienes entran en la Iglesia por el Bautismo. Su situación de “miembro eminente” de la Iglesia, según feliz expresión de San Agustín, la constituye en referente existencial primario para todos los bautizados.

          Su misión maternal. Con mayor razón ahora, que cumple su misión desde la perfección que le es otorgada por ser también ella, con su Hijo glorioso, primicia de “la resurrección de la carne”. Su innegable intervención en la historia, pasada y presente, evidencia la vigencia de su misión de Madre de los hombres. La piedad mariana, que distingue al pueblo cristiano, dispone el corazón para aprender sus grandes virtudes. Ella anticipa las del Modelo principal y excelente de todo comportamiento cristiano: su Hijo Jesucristo. Jesús las contempla en su Madre, desde pequeño, y las perfecciona de manera eminente. Él aprendió de ella (y de José) lo que ella terminó aprendiendo de Él. En el nuevo discipulado que Jesús crea, María es la mejor discípula, convertida en un perfecto testigo y referente para toda la Iglesia: desde Pedro al más pequeño de los bautizados. Lo es de todos los Santos, que encuentran en ella una maestra admirable para la práctica heroica de las virtudes cristianas.

          Sus Virtudes. ¿Cuáles son las principales virtudes, que en María aparecen con claridad? 1) La pobreza de corazón; 2) La obediencia al Padre Dios que la llena de gracia y le propone ser la Madre de su Hijo divino hecho hombre; 3) La contemplación continua del Misterio encarnado en ella y, después de la Navidad, el cuidado amoroso y solícito de Jesús; 4) El seguimiento fiel del Señor hasta la Cruz. Podríamos enumerar otras más. Las mencionadas conforman sustancialmente su espiritualidad y deben conformar la nuestra. Jesús quiere que aprendamos de ella. La escena impresionante de la Cruz, como la relata Juan, guarda la exhortación a aprender de ella, a ser como ella. La pobreza de corazón es la condición indispensable para la conversión. A partir de su ejercicio se predispone el espíritu para que la artesanía de la santidad se produzca. Su docilidad a Dios – “soy la servidora” – otorga absoluta libertad al Espíritu Santo que la constituye en Madre de Dios, el Verbo encarnado. No se le ocurre corregir el plan a Dios. Lo que el Arcángel le avisa de parte de Dios no acepta vacilaciones ni réplicas de parte de ella. Desde su consentimiento ya no encuentra a Dios sino en su vientre bendito. Lo hace dueño de sus pensamientos y sentimientos. Ya no presta atención a las consecuencias sociales de su misterioso embarazo. Dios, que se hace cargo de su maternidad virginal, cuida su reputación y hace entender al consternado José lo que había ocurrido en ella.

          La mejor cristóloga. La intimidad única con su Hijo divino, sostenida mediante la contemplación, hace de ella la mejor cristóloga. Nadie como ella conoce a Cristo, porque nadie ha podido  lograr la intimidad con Él que ella alcanzó. De su experiencia se deduce que la contemplación es amor puro y que, el amor, es el único sendero que conduce al conocimiento de Dios. Únicamente quien ama a Dios conoce a Dios, aunque sea analfabeto; quien lo ama más, lo conoce más. María encabeza la lista de quienes, por amarlo, saben quién es Cristo. Su aprendizaje de la Verdad – de esa Verdad – la constituye en verdadera pedagoga de quienes quieren conocerlo. La fe capacita a María para trascender el velo de la carne de su Hijo y hallarse con la realidad “consistente”, dirá el Beato Newmann, del Verbo Eterno. De esta manera nos enseña a creer como ella, trascendiendo los velos sacramentales, elegidos por el mismo Señor para ser adorado como Dios y así redimir a quienes creen. San Pablo debió creer para encontrarse con Jesús, “a Quien perseguía” sin conocer. No lo conocía porque no lo amaba. Aquel velo que se rasga en su corazón, caído en tierra a las puertas de Damasco, le impide ver lo que veía hasta entonces para prepararlo a ver a Quien en ese momento dramático descubre y ama.

          La sabiduría para los humildes. María, a través de sus apariciones históricamente más auténticas, demuestra de parte de Dios que los humildes (niños, ignorantes o pobres) están mejor preparados para entender su solicitud materna por la humanidad. Recordemos algunos: Juan Diego de Guadalupe, Bernardita de Lourdes, Lucía, Francisco y Jacinta de Fátima, el negrito Manuel de Luján etc.…Fueron quienes, por el amor que profesaban a la Virgen, se hicieron humildes y simples como ella. El mundo está andando hacia una involución que trae como resultado la trágica incapacidad de entender a Dios y descifrar sus constantes expresiones históricas (o signos de los tiempos). Un Rosario, humildemente rezado, nos hace partícipes de la sabiduría de Dios.

          La Eucaristía inicia un proceso de participación de la fe de María. Exactamente como ella trascendió la humanidad santísima de Jesús, para encontrarse con el Hijo de Dios, también nosotros, en el misterio eucarístico que celebramos cotidianamente, podemos trascender lo que vemos y palpamos para encontrarnos con Él (su Cuerpo, Sangre, alma y divinidad).  María vivía embelesada en la contemplación de su Hijo Dios, en la debilidad de la carne de su Hijo hombre. Misterio imposible de formular adecuadamente con nuestras frágiles palabras. Los santos, como el Santo Cura de Ars, que permanecía absorto ante la Sagrada Hostia, también podemos hoy lograrlo nosotros. El Beato Carlos de Foucauld miraba largamente la humilde Hostia consagrada, para repetirse con profunda convicción: “¡Es Él!”  Es preciso aprender de ella a vivir en la contemplación de Dios Hijo, con la seguridad de no necesitar más que lo sabido por la fe, para estar con Él: El Hijo verdadero del Dios verdadero, nacido en el tiempo de María Virgen, por obra del Espíritu Santo.

 

 

 

 La fe y los sacramentos.

 

          La Palabra de Dios, que suscita la fe, es celebrada por los sacramentos. El sacerdote es el ministro de casi todos ellos. En algunos es irremplazable. Lo es particularmente en la celebración de la Eucaristía. La Palabra (que es Cristo) adquiere su florecimiento y plenitud sacramental en la Eucaristía. María nos ha enseñado a trascender el velo visible del pan y del vino para encontrarnos con el Cuerpo glorificado de su Hijo divino. Su enseñanza se concreta gracias al testimonio de su fe. Ella veía la carne, tomada de ella por el Espíritu Santo, y la trascendía contemplando al Verbo Eterno. Ya lo hemos desarrollado: la vida de María fue un constante trascender lo que veía para adorar a Quien no veía. Si el cristiano (sacerdote, consagrado o laico) vive de la fe, como corresponde a su condición de creyente, cada momento de su vida constituye una nueva ocasión para contemplar – por lo que ve y toca – al Dios, invisible e intangible.  Los santos, verdaderos “justos que viven de la fe”, ofrecen la sensación de estar viendo lo que contemplan como creyentes.

          El Santo Cura de Ars se preparaba durante más de una hora, de rodillas, mirando fijamente las puertas del Sagrario, para celebrar la Eucaristía diaria. De la misma manera descansaba durante las largas horas de atención a los penitentes. Con tantas limitaciones, como las que debió afrontar para llegar a la Ordenación, aquel hombrecito esmirriado y silencioso sacaba de su corazón creyente luz y fortaleza extraordinarias. Para el Apóstol Pablo es la fe el sendero misterioso por el que la gracia se introduce en el corazón y realiza su obra asombrosa de santificación. Es su experiencia personal la que le hace exclamar: “¡Por la gracia de Dios soy lo que soy!”. Los ejemplos son innumerables en la extensa historia de santidad de la Iglesia. Es conveniente que la leamos con una mirada simple y humilde. ¡Qué bien hace!

          Si se celebra, con especial disponibilidad de espíritu, el sacramento solicitado, se glorifica a Dios y se construye el Reino. Los fieles se quejan de no encontrar confesores disponibles y se resignan a no acercarse a la Eucaristía o llegarse a ella sin la debida disposición. El problema se agrava al advertir que muchos sacerdotes eluden el confesionario o atienden con displicencia a los ocasionales penitentes cuando no encuentren el modo de excusarse. No digamos nada de los pobres enfermos que se arreglan como pueden para confesarse y recibir la Santa Unción. Lamentablemente algunos sacerdotes descuidan las visitas a los enfermos crónicos porque disponen de hombres y mujeres de buena voluntad como ministros extraordinarios de la Comunión. No dejo de preguntarme y de preguntarles: ¿Quién resuelve sus inquietudes de conciencia mediante el sacramento de la reconciliación? ¿Quién los reconforta con la Unción de los enfermos? Nadie puede hacerlo si no ha sido ordenado sacerdote. Los sacerdotes santos, aún quienes no han sido canonizados, son admirables en el ejercicio del ministerio sacramental que les corresponde. Dicen que al Venerable Cura Brochero (que será beatificado el próximo año) no se le escapaba nadie a la eternidad sin que lo asistiera con los sacramentos. Esto me lleva a pensar en voz alta, entre ustedes, queridas consagradas: La formación sacerdotal debe ser un verdadero aprendizaje de fe. Si todo cristiano, por su vocación a la santidad, “vive de la fe”, el sacerdote, particularmente, vive de la fe y vive para la fe de sus hermanos bautizados. Es el pensamiento de San Agustín.

          Toda celebración litúrgica es ocasión para vivir la fe. Es preciso cumplir cada una de ellas “desde la fe”, suficientemente alimentada por la Palabra y la oración. La oración aclimata la vida creyente, de allí su necesidad. La persona de oración es, ciertamente, una persona de fe.  Cada sacramento exige la fe cuyo misterio celebra. Uno de ellos posee la virtud de conducirla a una especial plenitud. Me refiero al sacramento de la Eucaristía. Si la fe es llegar a la realidad “consistente” de la gracia divina, mediante un signo visible (y tangible), la Eucaristía nos sorprende por su particular realismo. El sacerdote, en virtud de la potestad sagrada, recibida mediante la imposición de manos del Obispo, toma entre las suyas el pan y el vino y, al pronunciar la consagración, los transforma en la Carne y la Sangre de Cristo. El signo permanece visiblemente intocado pero, lo significado ya no es pan y vino sino el Cuerpo y la Sangre de Jesús glorificado. Lo sabemos por la fe. El relato de la última Cena es la Palabra que garantiza que lo celebrado por un sacerdote en cada Misa, no es un simple simbolismo sino el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. Esa presencia perdurará mientras permanezca el signo que la manifiesta. Únicamente la corrupción del signo causa la desaparición de la presencia real. La Iglesia guarda la Sagrada Reserva, para los enfermos y para la adoración.

          Quiero referirme a la Adoración Eucarística. En la convivencia e intimidad con Cristo, los Apóstoles aprenden a trascender lo visible y tangible para contemplar, en aquel Hombre verdadero, al Dios verdadero. ¡Auténtico ejercicio y crecimiento de la fe! Mientras ese ejercicio sea generoso y frecuente, quién sea su ejecutor será un “justo que vive de la fe”. Se ha comprobado la transformación causada por la gracia de Cristo sacramentado, en muchos hombres y mujeres, durante los prolongados tiempos de la adoración. El recordado Arzobispo Fulton Sheen, – ha sido declarado Venerable por el Papa Benedicto XVI – pocos años antes de morir (a los 84 años) reveló el secreto de su fecunda labor evangelizadora, a través de los medios de comunicación. Transcribo su secreto:

          “Unos meses antes de su muerte el Obispo Fulton J. Sheen fue entrevistado por la televisión nacional: «Obispo Sheen, usted inspiró a millones de personas en todo el mundo. ¿Quien lo inspiró a usted? ¿Fue acaso un Papa?». 

El Obispo Sheen respondió que su mayor inspiración no fue un Papa, ni un Cardenal, u otro Obispo, y ni siquiera fue un sacerdote o monja. Fue una niña China de once años de edad. 

Explicó que cuando los comunistas se apoderaron de China, encarcelaron a un sacerdote en su propia rectoría cerca de la Iglesia. El sacerdote observó aterrado desde su ventana como los comunistas penetraron en la iglesia y se dirigieron al santuario. Llenos de odio profanaron el tabernáculo, tomaron el copón y lo tiraron al piso, esparciendo las Hostias Consagradas. Eran tiempos de persecución y el sacerdote sabía exactamente cuantas Hostias contenía el copón: Treinta y dos.

Cuando los comunistas se retiraron, tal vez no se dieron cuenta, o no prestaron atención a una niñita que rezaba en la parte de atrás de la iglesia, la cual vio todo lo sucedido. Esa noche la pequeña regresó y, evadiendo la guardia apostada en la rectoría, entró a la iglesia. Allí hizo una hora santa de oración, un acto de amor para reparar el acto de odio. Después de su hora santa, se adentró al santuario, se arrodilló, e inclinándose hacia delante, con su lengua recibió a Jesús en la Sagrada Comunión. (en aquel tiempo no se permitía a los laicos tocar la Eucaristía con sus manos). 

La pequeña continuó regresando cada noche, haciendo su hora santa y recibiendo a Jesús Eucarístico en su lengua. En la trigésima segunda noche, después de haber consumido la última Hostia, accidentalmente hizo un ruido que despertó al guardia. Este corrió detrás de ella, la agarró, y la golpeó hasta matarla con la culata de su rifle.

Este acto de martirio heroico fue presenciado por el sacerdote mientras, sumamente abatido, miraba desde la ventana de su cuarto convertido en celda.

 Cuando el Obispo Sheen escuchó el relato, se inspiró a tal grado que prometió a Dios que haría una hora santa de oración frente a Jesús Sacramentado todos los días, por el resto de su vida. Si  aquella pequeñita pudo dar testimonio con su vida de la real y hermosa Presencia de su Salvador en el Santísimo Sacramento, entonces el obispo se veía obligado a lo mismo. Su único deseo desde entonces sería, atraer el mundo al Corazón Ardiente de Jesús en el Santísimo Sacramento.

La pequeña le enseñó al Obispo el verdadero valor y celo que se debe tener por la Eucaristía; como la fe puede sobreponerse a todo miedo y como el verdadero amor a Jesús en la Eucaristía debe trascender a la vida misma.

Lo que se esconde en la Hostia Sagrada es la gloria de Su amor. Todo lo creado es un reflejo de la realidad suprema que es Jesucristo. El sol en el cielo es tan solo un símbolo del hijo de Dios en el Santísimo Sacramento. Por eso es que muchas custodias imitan los rayos de sol. Como el sol es la fuente natural de toda energía, el Santísimo Sacramento es la fuente sobrenatural de toda gracia y amor.

JESUS es el Santísimo Sacramento, la Luz del mundo”.

Extracto de un artículo “Let the Son Shine»  por el Rev. Martín Lucía  

 

           

Al servicio de la fe de los hermanos y de la evangelización del mundo.

 

 

          La misión de la Iglesia indica que todos los bautizados son, por la vivencia de la fe, auténticos evangelizadores del mundo. Nadie queda fuera de esa grave responsabilidad. Se añade una urgencia: “la imagen de este mundo pasa” (San Pablo) y es posible que los tiempos, espiritual y cronológicamente, se acorten. Con esta reflexión quiero dar un final provisorio a todo lo anterior. Lo que yo recuerdo, del extenso ejercicio de mi ministerio sacerdotal – a casi 57 años de mi Ordenación presbiteral y a 34 años de mi Ordenación episcopal – encuentro un descuido endémico en el servicio de la fe de nuestro pueblo. Con el correr de los años he comprobado la gravedad de dicho descuido. Sus consecuencias saltan a la vista. Nuestra predicación y catequesis han perdido la solidez que las necesidades espirituales de nuestro pueblo necesitan. No me refiero solo a la falta de práctica de la religión sino al debilitamiento de la fe o al sincretismo que hoy confunde su auténtica práctica. El Santo Padre exhorta a renovar la fe reconectando a los cristianos con sus fuentes genuinas: la Palabra de Dios, mediante la lectura piadosa de la Escritura; una catequesis esmerada (Catecismo de la Iglesia Católica); la predicación, en todas sus formas, como legítimo instrumento para el anuncio de la Buena Nueva; los sacramentos, especialmente la Eucaristía – verdadera expresión de todo el contenido de la fe católica y su necesario alimento – y la oración.

           Concluyo a partir de la oración de Jesús por los suyos, transmitida por el Apóstol San Juan: “No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del Maligno” (Juan 17, 14-15).

         La fe es la preservación del Maligno. Ella conduce – por la misericordia – al perdón y a la santidad. San Juan de la Cruz, en una densa consideración teológica sobre revelaciones privadas, afirma: “El único camino que conduce al Dios revelado es la fe”. Es peligroso el apetito exagerado por las llamadas “revelaciones privadas” porque se corre el riesgo de que esas experiencias, por más auténticas que sean o parezcan, terminen reemplazando – de manera casi imperceptible – a la fe. Así lo entendió el Santo, que no podrá ser tildado de racionalista. Debió examinar, con la prudencia espiritual que lo distinguía, a la gran mística Santa Teresa de Jesús. Es preciso cultivar una gran fidelidad a la doctrina de la fe y saber hallarle las aplicaciones que correspondan a su actualidad histórica. La sagacidad campesina de San Juan María Vianney le inspiraba advertir a sus feligreses: “Dejen una parroquia 20 años sin sacerdote (sin predicador y administrador de los sacramentos); se adorará a los animales” (de los dichos del Santo Cura de Ars). Hoy podríamos afirmar: Dejen a un pueblo sin el ministerio de la Palabra (la buena doctrina), y acabarán en cultos sectarios (hasta satánicos) como “san la Muerte”. Buen momento para un examen sincero del ejercicio y la pureza de nuestra fe.