Cuarto Domingo de Adviento

18 de diciembre de 2016

Mateo 1, 18-24

1.- José, el hombre justo y santo. En este tramo final del Adviento se destaca una figura de perfil bajo, escondida en la sombra del Misterio de Dios. Me refiero a José, el esposo de la Virgen María. Es difícil imaginar la prueba dolorosa que debió padecer este hombre justo. María es la ternura inmaculada, amada y venerada por aquel hombre fiel a Dios y cumplidor estricto de la Ley. En ese contexto debemos leer el asombroso acontecimiento de la Encarnación. Su fe inquebrantable es sorprendida por el hecho del misterioso embarazo de su esposa, a quién jamás había tocado: “Este fue el origen de Jesucristo: María, su madre, estaba comprometida con José y, cuando todavía no habían vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo”. (Mateo 1, 18) La legislación vigente le exige denunciarla, exponiéndola a la pena despiadada de la lapidación. La justicia de José trasciende la ley y confluye en el amor. Prefiere cargar con aquella “culpa”, porque “era un hombre justo”, y desaparecer “decidió abandonarla en secreto”, – logrando que la humildad y el amor trascendieran la Ley. Conocemos, en la secuencia de este texto, cómo interviene Dios y, de esa manera, cómo da por concluida la dolorosa prueba de su fiel servidor.

2.- El hombre humilde y fiel a Dios. José es humilde y fiel, cree en Dios y cree a Dios. La humildad lo capacita para transparentar al Padre Dios en sus rasgos nítidos de “hombre justo”. Tanto María, como luego Jesús, distinguen en la mirada y en el comportamiento de José, siempre coherentes, el rostro invisible y tierno del Padre Dios. Jesús contempla, en aquella noble fisonomía, el rostro de su verdadero Padre. Balbucea, desde los albores de su vida temporal, la dulce palabra “Papá”, atribuida, a través de José, a su Padre del Cielo. Así lo entiende cuando, adolescente de doce años, deja asombrados a sus padres con aquella insólita afirmación: “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre? Ellos no entendieron lo que les decía”. (Lucas 2, 49-50) Jesús ya manifiesta saber quién es su Padre y, por ello, valora mejor la santidad de José. El santo esposo de María presenta lo que Dios hace de los hombres cuando la humildad y la fidelidad rigen sus vidas. ¡Qué mensaje de enorme actualidad! La virtud auténtica denuncia el maquillaje vano, empleado por tantos contemporáneos, para disimular errores y miserias. La presencia de Cristo señala la hora de la verdad. Hoy está presente entre nosotros y nos recuerda que esa hora ha llegado.

3.- En búsqueda del sentido de la vida. Estamos a pocos días de la celebración de la Navidad. Durante el Adviento nos hemos dispuestos a enfrentar nuestra frágil verdad con la Verdad del Dios encarnado. No es vano ese encuentro. Su Verdad pone de manifiesto el error en que nos encontramos, o la distancia impresionante que nos mantiene alejados de Él. Es la experiencia de San Agustín, humildemente relatada en su libro confidencial: las Confesiones. Un mundo que busca experiencias nuevas no se inquieta por vivir ésta, que interesa de tal modo la vida y su trascendencia. Le preocupa la brevedad del tiempo de su existencia terrena y oculta su inevitabilidad debajo de la alfombra. Decidir esa experiencia es buscar el sentido del mismo acontecimiento. La muerte, como renuncia activa al propio e indebido protagonismo, tiene sentido trascendente. Se lo logra en un encuentro efectivo con Dios. Cristo, el Emanuel, se expone amablemente al encuentro y experiencia de todos los hombres. Él, como en Francisco de Asís, convierte la muerte en hermana dilecta, esperada gozosamente como umbral de la Vida eterna. Son términos utilizados por el mismo Maestro y Señor. Si la noticia de su presencia no ha llegado a nosotros, o la hemos rechazado, la vida y su tiempo pierden sentido y constituyen un espantoso e inevitable vacío. El silencioso José colma el sentido de su vida y de su muerte gracias a la singular relación que mantiene con Jesús, su Hijo adoptivo.

4.- José modelo del hombre cabal. Es oportuno invocarlo como intercesor y modelo del hombre del siglo XXI. De su mano podemos orientarnos a Quien constituye el sentido de nuestra vida. Restablecer con Cristo una relación personal, lamentablemente descuidada, es más que urgente. Es preciso transmitir la noticia de su presencia para que todos gocen de la oportunidad de rehacer, desde Él, los valores espirituales perdidos. Es el sendero obligado. De otra manera corremos el riesgo de hundirnos en el tembladeral moral que invade peligrosamente los espacios más resguardados de nuestra sociedad. Quizás no se marque con caracteres más fuertes la corresponsabilidad social, que no deja fuera a nadie. Los espectadores insensibles se convierten en jueces implacables o en curiosos adictos a escandalosos chimentos faranduleros. Corresponde a cada uno sanear el clima moral que envuelve su vida y la de sus familias. José es ejemplo perfecto del hombre que la sociedad actual necesita: humilde, generoso hasta el olvido de sí, fiel a su misión, solidario y silencioso, esposo amoroso y padre incomparable.