19 de octubre de 2025
Lucas 18, 1-8
1.- Orar desde la cruz. El capítulo 18 de San Lucas, transmite una de las principales enseñanzas de Jesús: “Después Jesús les enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse”. (Lucas 18, 1) Nos desalentamos cuando nuestra oración aparece insípida y de difícil concentración. El propósito de la oración no es la paz y el consuelo sino Dios. Jesús nos enseña a orar desde su Cruz. Es allí donde lo encontramos para intimar con Él. Es allí donde nos enseña a perseverar, sin desalentarnos. La oración es un ejercicio de la fe: sin ver, sin tocar y sin oír. Sabemos, por la fe, que Dios nos escucha y se hace presente en la opacidad de los signos que Él escoge. La parábola nos revela, en aquella viuda que suplica justicia, capaz de doblegar la indolencia de aquel injusto magistrado, mediante la insistencia de su súplica. Dios es el Padre misericordioso que acude, con una respuesta solícita, a la súplica de quien persevera e insiste. Ve, en su hijo suplicante, la intensidad del amor y la confianza. Si un juez injusto hace justicia para liberarse de la importunidad de la viuda, cuánto más el Dios justo y santo no responderá a la humilde insistencia de su hijo. La aplicación de la parábola deja de manifiesto la verdad que, ciertamente, supera la materialidad comparativa de la imagen. Jesús desea enseñar a orar, e incluye las fórmulas hoy consagradas como el “Padre Nuestro”. Su intención es despertar la confianza en el poder de Dios. Al mismo tiempo, establecer una relación familiar que contribuya a la respuesta humilde al amor infinito de Dios. La insistencia, que la parábola ilustra, es la expresión perfecta del deseo de vivir y morir en el amor a Dios. Vivir en “el amor a Dios” es vivir en gracia. Es la manera más segura de morir en su amistad y de recibir su tierno abrazo paterno en la eternidad. La insistencia machacona y angustiosa, por parte de la viuda, de solicitar justicia – presentada en la parábola – incluye la humilde reiteración del amor. La justicia, que imploramos al Juez Bueno, es la transformación que su amor causa en nuestras vidas.
2.- Perseverantes e insistentes. Lo importante, para el Señor, es que seamos perseverantes e insistentes. Jesús califica moralmente “injusto” al juez que no administra la justicia en favor de aquella humilde viuda. En cambio, establece una comparación con la justicia que Dios administra: “Oigan lo que dijo este juez injusto. Y Dios ¿no hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche, aunque los haga esperar? Les aseguro que en un abrir y cerrar de ojos les hará justicia”. (Lucas 18, 6-8) La justicia de Dios es amor. No se la entiende de otra manera. Dios es justo con sus hijos porque los ama. Es un amor purificador hasta la conversión de los pecadores en santos. Para ello, es preciso dejar que Dios obre por su Espíritu y convertir todo sufrimiento en amor autentico. La Cruz de Cristo es expresión del amor divino al mundo y, por lo mismo, del perdón y de la santificación. Nuestra respuesta es amor, o no es respuesta. Las largas horas de oración de Jesús con su Padre, constituyen el modelo de nuestra oración. Estar con Él mucho tiempo, todo si fuera posible, es el “oficio de amor” que nos corresponde. A eso nos conduce Jesús mediante su palabra y su ejemplo. ¡Qué bien hace en nosotros, cuando lo dejamos hacer! Somos parte de un mundo que pierde el tiempo, mientras prefiere la actividad de Marta de Betania, descuidando lo “único necesario” que elige María. Para elegir lo que María de Betania elige, es preciso que elevemos – lo que a Marta preocupa – a la contemplación que entretiene a su hermana María. San Agustín, después de su Bautismo, considera la contemplación su principal tarea: “Oficio de amor”. Los parámetros generados por la incredulidad del mundo, contagia también a muchos creyentes. Y, de pronto, nos encontramos desechando lo único necesario, con decisiones, inspiradas en la falta de fe, que estremece a Jesús: “Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?” (Lucas 18, 8) Nos desafía, y es preciso que aceptemos su amoroso desafío. Para ello, nos ofrece su gracia que capacita para la aceptación del mismo. Nunca nos deja librados a nuestras débiles fuerzas. Es propicia la ocasión para confiar humildemente en su poder misericordioso. Confianza, que es el sustento del amor verdadero. El amor a Dios inspira abandonarnos a Él, mediante la confianza en su infinita misericordia. Así lo entienden los santos, al aportar el testimonio de la santidad, que el mundo necesita de la Iglesia (San Juan Pablo II).
3.- Orar como niños. De la misma parábola, extraemos la convicción de que debemos orar sin descanso. Nuestra insistencia atrae la simpatía de Dios y su inmediato concurso. Sin temor a exagerar podemos afirmar que, nuestra infantil insistencia, enternece el Corazón de Dios. Quienes se hacen como niños son atendidos sin demora por el Padre. Lección que no acabamos de aprender, por ello cedemos a la desconfianza y a la mundana intolerancia. Para confiar en el amor atento de Dios Padre debemos reducir nuestra ambiciones y comportarnos como niños. Recuerdo el salmo 130: “No, yo aplaco y modero mis deseos: como un niño tranquilo en brazos de su madre, así está mi alma dentro de mí”. (v. 2) Los santos logran esa pequeñez y manifiestan la ligereza de espíritu que los conduce a la santidad. La resistencia a ser niños es oposición a la acción santificadora de Dios. Cuando superamos esa resistencia, el Espíritu realiza su obra de santificación. No olvidemos que el precio de esa artesanía del Espíritu es la cruz. En la Carta a los hebreos se afirma: “Además, según prescribe la Ley, casi todas las purificaciones deben hacerse con sangre, ya que no hay remisión de pecados sin derramamiento de sangre”. (9, 22) La sangre de Cristo, derramada en la Cruz, se convierte en remisión y perdón de nuestros pecados. Nuestros más ocultos sufrimientos, unidos al derramamiento de Sangre de Jesús, contribuyen al arrepentimiento y al perdón. De esa manera, experimentamos el don de la misericordia y celebramos la auténtica reconciliación. Si la oración es ejercicio de la fe, aproxima al perdón efectivo, o a la salvación, gracias a la muerte y resurrección de Jesús. Cuando el Señor exhorta a creer en su poder – “que salva al que cree” – emplea términos precisos y directos: “Los invitados pensaron: ¿Quién es este hombres, que llega hasta perdonar los pecados? Pero Jesús dijo a la mujer: Tu fe te ha salvado, vete en paz”. (Lucas 7, 49-50) Es Cristo el que salva, mediante la fe en su poder divino. ¡Qué serenidad y paz de espíritu nos otorga la seguridad del perdón de Dios! Conducidos por la parábola, y trascendiéndola, advertiremos que gracias a la constancia en la oración, el Santo Espíritu se hace cargo de nuestra purificación y santificación.
4.- La misión de despertar y acrecentar la fe. La misión de la Iglesia consiste en despertar la fe para que, cuando vuelva Cristo – al encontrar incredulidad entre los hombres – sea aceptado su desafío. La mirada profética de Jesús le inspira un acuciante interrogante: “Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra? (Lucas 18, 8) Es imperdonable, disponiendo de la Palabra y de los sacramentos, que el mundo persista en su falta de fe. La pregunta de Jesús no descarta la fe. La deja “en bandeja de entrada” para que, disponiendo de los medios – en la Iglesia – los bautizados reaccionen oportuna y saludablemente. Es ésta la ocasión para una renovación de la evangelización del mundo. Deseamos ardientemente que cuando el Hijo del hombre venga encuentre fe sobre la tierra. Va a depender del consentimiento de los cristianos, en la Iglesia, que se suscite hoy la fe y se la nutra adecuadamente.