EL SACRAMENTO DE LA RECONCILIACIÓN: SACRAMENTO DEL REGRESO O DEL REENCUENTRO CON EL PADRE

La sorprendente imagen de Dios como Padre promueve una renovada imagen de este sacramento. Es el sacramento de la paternidad misericordiosa. En el Año del Padre constituirá el sacramento de especial celebración. Celebrarlo como es debido supone gustar, en las entrañas del ser filial, la dulzura del perdón, o de la salud que practica un padre convertido en el médico de su pequeño hijo. Sacramento de la mediación del mismo Cristo, Hombre-Dios, por su Iglesia, que hace de los hombres creyentes una auténtica fraternidad.

La imagen del sacramento de la Reconciliación ha sufrido múltiples conformaciones con sus obvias consecuencias espirituales y hasta psicológicas. El temor exagerado de no haberlo dicho todo en confesión o de haber sido imprecisos; el intento de cargar las tintas sobre la propia malicia para asegurar la integridad deseada, ha causado innumerables estados de escrúpulos e inseguridades, de temores y de profundos desalientos en el camino de la perfección. El péndulo oscila inexplicablemente entre la conciencia supersensibilizada, en riesgo permanente de molestas y hasta angustiosas deformaciones, y la pérdida del sentido del pecado. La gente, sobre todo la juventud, no se sabe confesar. Es preciso, en ocasiones, ayudarle con un examen incómodo que puede aproximarse al interrogatorio inquisitorial superado.

Entresaquemos de la parábola del “hijo pródigo” una estructura sacramental evangélicamente más adecuada. No me satisface la imagen del tribunal; me siento mal cuando, como sacerdote, me equiparan a un juez y más aún cuando, como penitente, me comparan a un reo que suplica clemencia. En estas expresiones tradicionales no encuentro ningún punto de contacto con la parábola de la misericordia. Hace muchos años, un gran liturgo belga, de los años del Concilio Vaticano II, produjo una conmovedora renovación. Recuperó la figura evangélica de la parábola y observó el sacramento desde una perspectiva más eclesial.

El penitente es un celebrante. Resulta contradictorio verlo reducido a lo que pretendía, explicablemente, el hijo casquivano de aquel Padre bueno: “No merezco ser hijo tuyo, trátame como a uno de tus sirvientes”. El Bautismo, aunque permanezcan las secuelas del pecado, constituye a la persona en miembro de un pueblo sacerdotal que celebra eficazmente la reconciliación.

Por muchos pecados, y muy graves, que haya cometido no borra su identidad filial, la que le fue obsequiada por el Misterio de la Muerte y la Resurrección de Cristo. No es, por lo mismo, un simple beneficiario de la Iglesia. El mencionado autor belga compara al penitente con el diácono. A éste corresponde proclamar, en la Asamblea litúrgica, el Evangelio. Lo hace al mejor estilo apostólico: “Les anuncio la buena nueva del perdón y, como soy el hijo de regreso a los brazos tiernos del Padre, me constituyo en testigo acreditado de este Evangelio”. ¡Admirable!

Por inspiración de la parábola debiéramos incorporar a nuestra liturgia penitencial rasgos de júbilo y de fiesta. Correspondería más del color inmaculado de la Pascua que el sufrido de la Cuaresma. El mismo gesto sacerdotal debe expresar la ternura, la comprensión y la dulzura del Padre. Jesús hace que su ministro deba el perdón al penitente bien dispuesto. En oportunidades no felices se producen gestos displicentes, expresiones de malhumor, que parecen un rechazo, como la irritación egoísta del hermano mayor.

P. Maertens