MARÍA, LA HIJA PREDILECTA DEL PADRE.

Me es grato concluir estas reflexiones junto a María que siempre, e invariablemente, nos pone a aprender de Jesús. En el tema que nos ha ocupado es particularmente solícita ya que, más que nadie, comprende su necesidad e importancia. Es la elegida para ofrecer su carne virginal e inmaculada a la acción misteriosa del Espíritu Santo que “la cubre con su sombra” y la emparienta con la Trinidad. Es la Madre del Hijo de Dios, por misteriosa acción del Espíritu Santo, y la hija predilecta del mismo Padre de su Hijo encarnado. ¡Qué desafío constituye la búsqueda de la formula teológica que lo exprese!

No es mi intención hacerlo. María está cumpliendo una misión del todo peculiar. Lo hace desde el momento de la Cruz, cuando recibe en herencia a los hombres como hijos. Cuando echamos una cuidadosa mirada a los dos mil años de historia de la Iglesia nos sorprende el prolijo ejercicio de su misión maternal. Algunos aún se escandalizan a causa de la devoción del pueblo a María, en sus diversas advocaciones. Un pueblo creyente, que en pos de ella se acerca a Jesús y a la Iglesia, no parece plantearse los problemas de algunos entendidos. María, al estilo de los grandes humildes, como Moisés y Juan Bautista, ocupa el lugar que se le ha asignado: Madre de Dios y Madre de los hombres.

Los hombres corremos el riesgo de desubicarnos, por exceso o defecto, no así ella. La Iglesia observa  con solícito respeto los movimientos devocionales que el pueblo promueve casi espontáneamente y, al mismo tiempo, contiene sus desbordes y purifica sus expresiones. No ahoga, ni pretende encerrar en esquemas y cánones rígidos lo que constituye un desafío histórico a su fidelidad.

Es innegable el accionar de María en el núcleo mismo de la acción evangelizadora de la Iglesia. Se adelanta y acompaña a los evangelizadores. Se introduce donde nadie puede hacerlo, sin daño para las personas y para el prestigio de la misión misma. Para ella no existen fronteras y límites. Atrae sin exclusiones y siempre, indefectiblemente, relaciona, a los atraídos, a Jesús y a la Iglesia. Origina “desafíos” a las normas disciplinarias y estimula la capacidad de responder a ellos. Sus hijos y peregrinos son los encargados de proponerlos a quienes constituyen los sagrados anfitriones del pueblo.

Con frecuencia he reflexionado de esta manera: “Si la Virgen los atrae debo recibirlos y ver todo lo que pueda hacer por ellos”. Ella se ocupa de producir cambios sustanciales y, desde una perspectiva humana, prodigiosos. Posibilita nuestro servicio de la fe, facilita nuestra tarea catequística, prepara los corazones y adiestra, a esos peculiares hijos, en la fidelidad.

La piedad mariana, tan consustaciada con el alma y cultura de nuestro pueblo, con nosotros mismos consagrados y sacerdotes, nos une de tal manera a ella que infunde, en nuestra forma de ser, sus virtudes principales: la fidelidad al Padre, en una obediencia filial sin retaceos; la docilidad amorosa al Espíritu Santo, Artífice del plan divino de salvación de los hombres; el seguimiento constante y valeroso de Jesús pobre, obediente, casto y misionero.

Durante nuestras precedentes reflexiones nos hemos referido al conocimiento del Padre al que Jesús nos permite acceder. Hemos comprendido su necesidad y avanzado en una practica relación filial de la que Jesús es modelo. María es la primera y más aventajada discípula de su mismo divino Hijo. No guarda para sí lo que va adquiriendo. Ante el homenaje de los pastores relata San Lucas: “Mientras tanto, María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón”.

Las guardaba para la contemplación y el servicio. Han encontrado terreno tan fértil que aún, y así será siempre, siguen presentes e inagotables en su corazón. Nuestra piedad filial nos hace merecedores de esas confidencias y dones maternales. Nos sorprendemos ante la sabiduría de los santos, todos ellos muy devotos de María.

Los antiguos comentaban que en el regazo materno aprendían a amar a Dios y las virtudes cristianas. Lamentablemente no es así ahora. María nos ofrece su regazo para que aprendamos la verdad de la paternidad de Dios y la mediación necesaria de Cristo.

Lucas 2,19